SER Y TIEMPO.
Por J. Garés Crespo.
“Todo lo que en cada
caso es, cada ente, viene y va en el tiempo que le es oportuno
y permanece por un
tiempo durante el tiempo que le es asignado.
Cada cosa tiene su
tiempo”.
M. Heidegger:
Sigo apoyada en la baranda de la escalinata que lleva a la puerta principal
de la residencia, esperando; te veo subiendo cogido del brazo de la enfermera,
encorvado, lento y mantengo la vaga esperanza de que, una vez al menos, te
vuelvas para verme. No para reconocerme y despedirme con el guiño habitual, no.
Ya tengo asumido que no sucederá, pero al menos, ya que, según tu
comportamiento en la entrevista, parecía que nos hubiéramos conocido hace media
hora, podrías mirar cómo me iba, mover la mano como tanta gente, algo, un gesto
que me hiciese sospechar que no debía darte por muerto. Cierto que lo mismo
sucedió hace un mes y he vuelto otra vez con la ilusión de que hubieses
mejorado, aunque quién sabe si es lo que te conviene. No sé por qué me resisto
a creer en la ciencia, tal vez porque tengo la intuición de que, cuando nos
hemos mirado, tus ojos abiertos e inmóviles, parece como si me reconocieras,
castigándome como si no quisieras saber nada de mí... Quién sabe si no será un último
deseo consciente de olvidar todo, un intento de vivir en paz el tiempo de vida
que te quede. Por más que el neurólogo me diga, una y otra vez, que es una
degeneración irreversible, cuando añade, en un intento de hacerme entender cómo
te encuentras, que es un amontonamiento de basura adherida a las conexiones neuronales
del cerebro que cubren el acceso a tus recuerdos, no puedo dejar de pensar, que
tal vez no pudiste triturar tanto recuerdo desagradable y estás ahogándote,
desfalleciendo de tanta vida. Pienso que ese debe ser el mecanismo que salva a
alguna gente de morir de tantos persistentes y malos recuerdos almacenados...Parece
que sobrevive aquel que mejor olvida lo desagradable, solo que la selección de
qué es bueno y qué no, siempre es temporal, según cómo somos en cada tiempo y
nada garantiza que la memoria archivará los sucesos de acuerdo a esa valoración.
Menos garantía hay de que se recuperan los recuerdos tal y como se guardaron. ¿Cómo
podía saber durante aquellos años, que lo que me entusiasmaba, hoy me dejaría
indiferente? Creo que no volveré a verte. Necesito salir de este impase,
incluso pienso que es lo que tú querrías, si volvieses a la realidad, si me
reconocieras como fui. Yo también necesito, antes de intentar olvidarte para
siempre, resistir los embates de tantos recuerdos que, pegados a ti, insisten
en hacerse presentes. ¿Sabes? Quiero volver a nacer. Puede que hasta tú también
lo desees. ¿Cómo interpretar tu silencio? Sé que el silencio tiene su lenguaje,
me enseñaste sus significados, a interpretar y unir un silencio con otro hasta
crear una frase vacía, un pensamiento hueco. Creo que tampoco ahora sé nada del
sentido de los silencios y de poco me sirven sus significados si apenas sé
hacia donde van. Tú ya no eres y tu tiempo ya ha muerto. Y, al parecer, nada
tengo que ver con ese nuevo ser que muestras y tu nuevo tiempo, que intuyo.
Probablemente tampoco tú eres... y, desde luego, no quiero quedarme atrapada en
una historia, cada vez más deteriorada y que parece que huye junto con el hombre
que tanto fue para mí. Me iré, lo voy a intentar, no de mi tierra ni tampoco de
mi tiempo, ambos me gustan, solo de tus recuerdos que, todavía hoy, insisten en
formar parte de mi presente. ¿Será posible? Sí, creo que también yo debo
empezar a borrar. Aún te quiero, claro, aunque me agobias y me pierdo, porque
me vienes como de aluvión, sin orden, dependencias, urgencias y desespero. Solo
en alguna ocasión consigues despertar una sonrisa, fugaz y variable. Ahora recuerdo
que me decías que el tiempo es el que da forma al ser, que el ser no existe sin
el tiempo. Normal, pues, que tu tiempo, ahora, termine y tú con él, aunque
buena parte de mi ser y mi tiempo te lo llevas contigo. Casi tanto como todo el
que he vivido hasta hoy. Sin embargo, de ahora en adelante, de tantas cosas que
vivimos, solo yo sabré. ¿Para qué quieres que nadie sepa? De ti, tan hermético
siempre, nadie sabrá. Apenas yo. ¿Qué sé yo de tu juventud y tu madurez hasta
que nací? Nada. Anécdotas entresacadas de las hazañas de las que presumías y
con las que tratabas de encandilarme. Admito que ahora, si pudieras, te quejarías
del pasotismo de nosotros y alardearías de tu generación contestataria, cuando
en realidad sé que apenas fuisteis más allá de desear a las señoras, cuando
fuisteis jóvenes y a las adolescentes cuando erais respetables padres. ¿Y de
estos últimos años, que desapareciste desde que murió mamá? No sé, la verdad,
si es justo que hayas huido de ti, de mí y de todo el tiempo que fuimos juntos
sin saber la verdad que te ocultaba mamá, o no. Me temo que huiste de cara al
pasado y eso no era huir, era intercalar semanas y meses entre tú y yo sin
evitar seguir pegados mediante el tiempo, que es lo que une o separa, quien
mantiene la vida o la mata. Ahora, quien debería hacerle la pregunta, no
existe, de nuevo terminas de confirmármelo, con ese andar a rastras y esa
mirada vacía. Yo todavía estoy saliendo de aquel tiempo y me corroe la pena por
haberte dejado sin la opción; no de decidir qué pasó, ni tú ni yo podíamos
cambiar la realidad, pero sí de que pudieras interpretarla. ¿Qué otra cosa
hacemos mientras vivimos? A fin de cuentas es la única opción que tenemos todos.
¿O no? Quién sabe. La primera vez que tuve relaciones sexuales contigo, inicié,
sin darme cuenta, un complicado y aparente camino repleto de saltos y rosas,
casi mejor un laberinto, perverso y sembrado de vanidad, de odio, deseo y amor.
Fue suficiente para que, en muy pocas semanas, me repugnase cuando me poseías
y te deseara a los pocos días de haberlo hecho. Estimo que al principio de
nuestro extraño romance, era normal, pero ninguno de los dos sentimientos terminó
por ahogar o subsumir al otro, y lo esperaba. Al contrario, con el tiempo, uno
y otro fueron amainando de intensidad hasta que fue naciendo una extraña relación
serena y recargada de morbo que parecía no incordiarnos ni a ti ni a mí. Conocí
la coexistencia entre el ser y el deber ser. Fue un exitoso ejemplo de
moderación a manos del tiempo. A las pocas semanas mi único objetivo era saber
que eras mío, me sentía como cuando se tiene una pena pegada al cuerpo y de
tanto convivir con ella terminas por quererla. Fue muy gratificante que fueras
mío frente a todas y especialmente frente a mamá. La pregunta normal de por qué
no te dejaba, con tantas dudas que tuve, nunca quise contestármela y creo que
igual te pasaba a ti. O tal vez no. Después hubo un cambio, sin duda, respecto
a aquella primera tarde. Sucedió sin apenas tener conciencia de cuantas cosas
cambiaban y sin saber hacia dónde, salvo cuando me apetecía sentirte como una
niña obediente. Por cierto, ¿cómo te enteraste que nunca había jugado con
muñecas? ¿En brazos de quien vivías? Bastó que te dijera mamá que no me gustaba,
¿no? Por entonces había pasado de sentirme violentada y el último mono de la
casa, a saberme dueña y marcar por el simple hecho de vivir, no solo la
dirección de aquel hogar, a través de ti, también el ritmo de nuestra relación
y hasta de la vida de mamá. Casi del mundo, pues. Sospecho que todo terminó así
porque es lo natural. Al fin y al cabo tú lo quisiste. Alrededor de los catorce
años, no sé si lo entendí bien, pero llegué a la convicción de que era mi
camino y me dije que valía la pena vivirlo como se me presentaba. No parecía
muy decisivo, quizá, solo que todo tomaba un valor, distinto o no, y ya no me daba
igual subir que bajar. Creía tener un norte. Uno de tantos. Ya ves, no he
vuelto a saber nada, hasta hace poco, cuando me dijeron que nunca más sabrías
de mi, de aquella tentación que me rondó de terminar con todo. ¿Tú crees que
huía y por eso me lancé al intento de suicidio con muchas ganas y pocas luces? Lo
que pienso que me confundió es que aquellas tentaciones me llegaban cuando pasaban
unos días sin saber de ti, y me disparaba la angustia verte deambular por la casa.
Imagino que lo entendí de forma
retorcida, que fue un escondido pretexto que pretendía obtener la satisfacción
de mirar desde lo alto de mi secreto a mamá y demostrarte que ya no era una
cría. Era muy difícil adecuar mi nuevo ser al nuevo
tiempo que se me abría de tu mano. Son detalles, por ejemplo, ojear los libros
de tu mesa de trabajo. Me encantaba entrar a tu despacho y mirar y tocar lo que me
apetecía, de entrar en tu mundo por aquella puerta que solo de tarde en tarde y
solo para limpiar, se atrevía mamá a franquear. Flirteé con numerosos filósofos
alemanes que tú admirabas y me enamoré de algún francés, los únicos, creo, que
saben algo serio de los griegos. Por aquel entonces, ambos tenían para mí
estímulos eróticos. En realidad todos vinieron a confirmarme lo que intuía. ¡Ah,
la intuición¡ Siempre he sido más intuitiva que tú, tan ordenado y, desde
luego, nada que ver con la lentitud y el orden propio de una excelente gourmet,
como era mamá. Tuve durante casi un mes en mi habitación, escondido, El ser y
el tiempo de Heidegger y cada vez que me lo pedías buscaba cualquier pretexto para
no devolvértelo, con la intención de que un día vinieses a buscarlo y estar a
solas los dos. Una encerrona que no me salió bien durante muchos días. Pero
mantuve la trampa puesta. Y caíste. ¿O caímos? ¿O caí? Semanas después, en
plena canícula, viniste y estuvimos media tarde hablando de tonterías. Los dos
estábamos al asedio y ninguno en defensa. Al final, por supuesto, ni nos
acordamos del libro de Heidegger, y nos llevamos cada uno un susto, yo porque a
punto estuviste de romper mi virginidad anal y me asusté, tú cuando oíste las
voces de mamá que, desde el comedor, nos convocaba a cenar. Yo no sabía muy bien qué hacer ni qué esperar, tú me poseíste igual que un pobre hombre, prófugo del
amor y condenado por quién sabe qué extraños dioses, puede que demasiado
humano, y el reclamo urgente de mamá nos impidió cometer la tontería de la posterior
reconsideración y lamento habitual en estos casos. No dimos opción a que la
moral interviniese. Y yo ya sabía cuánto es el tiempo
que se necesita para pensar o para reflexionar. Desde entonces, cuando he estado por primera vez con un hombre lo he
considerado como un trámite por el que tenía que pasar obligada... para después
saber a qué atenerme. A veces he pensado que era para tener razones y huir. Contigo
no hubo caso, tenía todo previsto desde que era niña. Eso creía, no sé. Visto
desde ahora, creo que fue la necesidad patológica de sentirme deseada. Para
entonces pretendía saberlo, pero se me confirmó que el destino, que tú llamabas
el cálculo de probabilidades y que a mamá la llenaba de perplejidad, ha sido mi
mejor aliado, mi mejor amigo. Nunca me ha dejado en brazos de la incertidumbre
y siempre hemos caminado acompasados él y yo. Me gustaba y me gusta manosear libros y, apenas empezaba alguno, tenía
suficiente con leer el prólogo o la sinopsis del editor o crítico de turno,
para saber lo que podía interesarme en sus páginas interiores, en general muy
poco, y perdía el interés pronto. De hecho, en la mayoría de casos, me limitaba
a ojearlos. Me irrita tener que leer cien, o doscientas páginas, en el orden
que al autor se le ha ocurrido, cuando, en el mejor de los casos, a mí me
interesan siete. Lo increíble era que, cuando discutía con alguien sobre una
obra, me daba cuenta que la otra persona no sabía mucho más que yo y fácilmente
la hacía dudar con mis preguntas. Contigo no era distinto, tú y tus artes de
intelectual, todo un señor catedrático. Ya ves, una fachada más que solo sirve
para que se me considere una mujer culta. Siempre, ahora lo sé, me sucede así;
entiendo con rapidez lo que refuerza mis prejuicios, mis intuiciones; supongo
que de la misma forma que todos vemos, no lo que hay, sino lo que queremos ver.
Al menos contigo ha sido así. Tal vez por eso era que todo resultaba ser como
yo había previsto. Menos aquella primera vez que, desde hacia tiempo, me
apetecía presentarme desnuda delante de un hombre y, intrigada lo hice con el
que pude y tenía a mano, ¿fue casual?; delante de ti. Debió parecerte una situación
muy inocente ya que seguiste con lo que estabas haciendo y a punto estuve de
llorar por tu impasibilidad. Pero me rehíce y adopte la actitud que
correspondía. Me sentí ofendida y despreciada y me juré a mi misma vengarme. No
se me ocurrió mejor venganza que poseerte y dominarte. Juzgué que sería porque
era casi una adolescente, con la intención de no tomarlo en cuenta, aunque pudo
más mi vanidad y la necesidad de salir del pequeño mundo que habíais construido
para mí, tan delicado y racional, donde todo estaba en orden, todos los usos
determinados y un pathos con bridas y cascabeles. Nunca se te ocurrió que mi
exhibicionismo, nada tenía de erótico, que utilizase mi cuerpo de adolescente
cual reclamo. ¿Qué podía exhibir, siendo adolescente, que despertase los deseos
de los hombres y la envidia de la mujeres, que no fuese mi cuerpo? ¿Qué otros
intereses podía tener yo? ¿Sabías de otra manera para manifestar en silencio
qué quería ser? Estoy convencida que hubiese actuado igual si hubiera sido un
chico. Después, mucho después, comprendí que la aparente impasibilidad tuya significaba
exactamente lo contrario de lo que querías aparentar. Sí, no fue normal, sobretodo
porque quería estar desnuda frente a ti, que eras, en aquel momento, el mundo,
mi mundo. En otras muchas ocasiones, incluso estando vestida, pretendías
hacerme enmudecer y sonrojar con tus bromas y con ellas fui descubriendo
miradas tuyas cargadas de extraños sentimientos y deseos revueltos y a
interpretar los cuales me dediqué horas y horas, hasta conseguir interpretar,
pero no sé si llegué a saber, qué deseos profundos encubrían. En alguna
ocasión, cuando se lo comentaba a mi amiga Martha, me decía que la realidad la
veía así porque soy muy morbosa y que todo lo interpreto a mi manera. Martha,
de adolescente, era portadora de esa estupidez y fascinación que todas tenemos.
Pero lamentablemente, a partir de los dieciséis, cuando una de las dos
cualidades se pierde y la otra toma cuerpo, ella perdió la fascinación. Y
tú...tú nunca hablaste de mis cualidades, solo de mis pechos, de mis labios, de
mi culo, de mis ojos. Por supuesto que todo lo veo a mi manera. ¡Vaya
descubrimiento¡ Como si hubiera otra manera de ver las cosas que a la manera de
cada cual. Claro que Martha, si bien tenía dos años más que yo, no podía
entenderme porque ella tenía un novio al que no amaba y con el que satisfacía
sus necesidades. Al contrario que yo. ¿Cómo hacérselo entender sin parecer yo
una niña y tú un loco? La dejé hacer y nunca más supo de nosotros. Mi venganza
fue constante y un poco cruel. Lo reconozco. Tú me habías dicho, reiteradas
veces además, que delante de mamá no debía sentarme sobre tus piernas y a mí me
encantaba cuando niña. Desde que cumplí los diez años notaba que te ponías nervioso,
mirabas a mamá pidiendo disculpas y no sabías cómo disimular y yo, con un
divertido y turbulento cálculo, te besaba en cualquier parte. Lo hice de nuevo
en varias ocasiones hasta que conseguí, como pretendía, que me dijeras en voz
alta, delante de mamá para que lo supiera, restregándoselo por la cara, que ya
no era una niña. Ahora reconozco que durante algún tiempo me vengué de ti casi
con sadismo y en demasiadas ocasiones. Pero, ¿qué querías? así tomé conciencia
de mi evolución hasta llegar a ser hembra y de ti como el hermoso macho que
eras. Un día capté en el ambiente mucha tensión y comprendí que no debía forzarte
todavía. Resultó fácil, fue suficiente abrazar a mamá y besarle las mejillas.
¡Qué tontas somos! Meses después, a solas contigo, entre beso y beso, me lo
recriminaste hasta la saciedad, hasta hacerme llorar. Para entonces yo sabía lo
que quería y además era el trato que, como tú habías asumido, no tenía necesidad
de tener que recordártelo. Nunca lo hice. Lo aceptaste como solías confirmar
las cosas: negándolas con la cabeza. A poco de saberlo, o mejor dicho, de ser
consciente o puede que de asumirlo, porque saberlo, lo sabemos las mujeres
cuando nos desea un hombre, lo sabía desde mi niñez, bueno, tal vez no tanto. Liberada
ya del nudo que me ahogaba cada vez que pensaba que podía estar enamorada de ti
sin corresponderme, me decidí y te pregunté, cuando me abrazaste, minutos antes
de meternos en la cama por segunda vez, si lo que querías era hacer el amor (lo
decíamos así, ¿no?) con tu hija, o preferías hacerlo con una mujer. Fue la última
infantil barrera que, inconscientemente te puse, como tratando de advertirte de
la diferencia, para mí definitoria, que se abría, según que escogieses un
camino u otro, intuyendo que escogerías el que nos llevaba al mundo que me
parecía maravilloso y al que daba paso aquel largo abrazo del que me solté al
sentir tu masculinidad sobre mi estómago y tus manos sobre mis nalgas. Mientras
repetías, abriendo y cerrando los ojos, que no podía ser. Me parecía increíble
y fascinante, hasta que comprendí que las palabras sirven para mentir. Creo que
todavía no tenía conciencia de que mi deseo por los hombres era inmenso y
universal. Tú hubieras dicho que deseaba al género masculino. De modo ancestral,
entrañable y místico, diría yo. Me di cuenta más tarde. Probablemente demasiado
tarde. Creo que desde que tengo uso de razón me he sentido atraída por los
juegos que rompían con lo que llamáis anomalías y perversiones, para saber la
fuerza de cada norma. Solo con la muerte no quise jugar nunca. Tampoco me vino
a la cabeza que hasta era posible que te alegraras. Sé muy bien que en otro
tiempo, cuando eras otro, estuviste muy enamorado y aún la amabas casi tanto
como a mí, o más, o diferente, no sé, la respetabas cuando no bebías. Mucho; más
que yo, además. Nadie tenía que jurármelo para estar convencida de ello. Sabía
que era tan cierto porque yo también te amaba, a pesar de que pareciese como
una niña tonta. Nunca te he perdonado que mientras fuimos amantes, nunca me
hubieses acariciado el cabello como cuando era niña y hacía algo que querías
premiar. Todavía hoy, te amo, para qué lo voy a negar, pero sería incapaz hasta
de besarte en la boca, cuando tan solo unos años atrás me perdía, besándote
desde los pies hasta tus ojos. Qué extrañas somos las mujeres. Y es que la vida,
apenas tiene valor más allá de lo que hacemos, o al menos es lo que da valor a
las cosas que hay. Creo que contigo no ha sucedido, como en otros casos, que la
pérdida de interés me envolvía conforme se esfumaba el morbo y me aburría saber
hasta el mínimo detalle. ¿Te imaginas, saber lo que iba a pasar durante una
hora o toda una noche? Nunca he entendido por qué mamá, que siempre te dominó,
como hacen los débiles, nunca sacó provecho de su dominio. Tú creías que ella
hizo cuanto pudo para que yo la amase. Lo sé. Quizá, en el colmo de mi
perversión, me olvidé muchas veces de que era hija de aquella bondadosa y
enérgica mujer, que hizo por mí todo, con tan mala suerte que apenas se le notaba,
envuelta con aquella frialdad distanciadora y pusilánime. Es probable que en su
subconsciente yo fuese un motivo de desasosiego. Creo que nunca pudo digerir la
traición de un extraño y rebelde espermatozoide que se metió por donde no
debía. Aquello, no su traición, la llenó de culpa para siempre. Lo cierto es
que yo, tal vez sin aparente motivo, a mamá, desde niña, le tenía miedo y puede
que, sin quererlo, en más de una ocasión, odio. Y envidia también. Demasiada,
visto desde hoy. Me parecía una mujer fría, torpe y triste. Puede que nunca
haya sido objetiva con ella. Ahora mismo no recuerdo cómo llegué a pensar que
me deseabas igual que yo a ti. Lo cierto es que objetivamente podías desearme
porque, pese a que fuera con timidez, muchas señas y guiños te había dado con
mi descarada inocencia, y presumo que las recibías ya que estabas experimentado
por alumnas de tu cátedra. Ahora, no es que no los sienta con nadie, es que
entiendo de donde salían aquellos besos obscenos que como ventosas nos absorbían
y con extraña urgencia trataban de encabalgarse, enrojecidos, deseantes. Creo
que sería difícil saber quién de los dos empezó a construir aquel lazo que nos
tuvo atados hasta que murió mamá. También comprendí que si un día me quedaba
embarazada todo terminaría y perdería el control sobre ti. En realidad yo nunca
lo quise. Tú tenías pavor y no te aliviaba saber que tomaba precauciones. ¿Para
qué? decías. En realidad me trataste como a un muchacho en la cama. Creo que
fueron dos meses los que tuve a Juan de novio y me acosté con él solo para
demostrarte que no pasaba nada y que supieses que perdía mi virginidad sin
quedarme embarazada. También, creo que fue eso, necesitaba saber cómo
reaccionabas delante de una infidelidad. Desde que tuve uso de razón, he
sentido la necesidad de saber el por qué de cada cosa. Ahora soy más
pragmática, me basta con saber el cómo y probablemente pronto ni eso, será
suficiente con el para qué. El hecho es que cuando me dijiste que fuera con
quien quisiera, que siempre sería tuya, me hiciste llorar. No me desagradó tu
arrogancia, pero porque no entendí la condena que pretendías descargar sobre
mí. Ha sido suficiente que el tiempo pusiese a cada cosa en su lugar entonces,
y ahora, de nuevo el tiempo reordene nuestro mundo y nos indique cómo debemos
ser. No es, en absoluto, que te deseara en exclusiva como hombre, aunque
también, porque he de reconocer que todavía has sido el mejor en la cama. No
fue eso; para mí era un gran placer conquistarte, enamorarte, en realidad
podría decirse que te robé. Por eso ahora me siento sola, abandonada, sin
tiempo para ser de nuevo. Sabía que me deseabas y te resistías a reconocerlo,
hasta casi odiarme por no poder, me encantaba el juego, y una y otra vez
sucumbías. Así pasa siempre en estos juegos, ganó la mujer y además me comporté
como quien triunfa y tú como derrotado. No, no creo que mamá fuese totalmente
ignorante de mi propósito. Lo que sí fue cierto es que con ella muerta, no
tenía ningún obstáculo serio para conseguir lo que quería. Puede que nunca lo
hubiese pensado así tan en frío, y en alguna ocasión, por la forma de mirarme,
hubiera dicho que, sabedora de la poca vida que le quedaba, por su maldita
enfermedad, prefería cualquier cosa antes de que una nueva mujer, extraña a nosotros
tres, entrase en su casa y en nuestra vida de tu mano. Y cualquier cosa era
cualquier cosa, incluyendo que yo la sustituyese como mujer de la casa, lo cual
sabes que nunca lo he pretendido. Me aburría, incluso llegué a odiarla. Sobre todo porque las dos sabíamos del juego,
ella del mío contigo, y yo de que ella lo sabía y me dejaba. No, la verdad es
que no, mamá nunca había sido un obstáculo, en realidad tu pensabas que nuestras
relaciones, por mucho que las deseásemos y en contra de mi parecer, no podían ser
antes de los dieciséis o diecisiete. Y de nuevo te equivocaste. Y es que por
entonces, creo que tú, tan formal, ponías de relieve la parte convencional de
cada hecho que, si bien aporta rigor a lo que decimos o hacemos, a la vez nos
aleja del placer que la ocasión genera. Como todo lo viejo, te cogías cada vez
con más fuerza al cuerpo de las normas. Qué curioso, nunca confiabas en mí, sin
embargo terminabas por hacer lo que yo decía, claro que a regañadientes, sin
frescura. Cierto que hasta poco después de tu marcha, me dejaba embaucar por el
placer sin precio y el deseo sin norma, que era sensual, fresca, inocente y
naturalmente malvada, que nunca encontraba los límites de mi ser en el tiempo,
un tiempo que tú y tu gente habíais diseñado en largas tertulias nocturnas para
intentar orientar vibrantes asambleas mediocres y libertarias, adocenadas como
una gavilla de espigas de cascarilla. No sé si fue por lo extraordinario de la
situación, pero reconozco que, en aquel momento, delante de mamá muerta, no
solo compartía tu pena, sino que llegué a pensar que era más fuerte mi cariño
por ella que mi deseo por ti. Sin embargo cuando miraba atrás y trataba de
reflexionar sobre la situación que entre los tres habíamos creado, pretendiendo
ubicar mis sentimientos y deseos, la conclusión a la que llegaba era la misma,
la única, creo: compatibilizar, dar tiempo al tiempo. ¿A que nunca llegaste a
pensar que pudiera ser una persona de consenso, negociadora y transigente? Tampoco
yo, y me sentía extraña a mí misma. Ya sé que día a día lo desmentía mi
comportamiento. Como también pude detectar que en algunas ocasiones, cuando exteriorizaba
mi cariño por ti, tan solo envuelto en gestos filiales, mamá, tan poco intuitiva,
reaccionaba desde el egoísmo de una mujer temerosa de ser desplazada por su
hija y, otras muchas veces, desde el miedo a la soledad, ella que siempre
estuvo sola, incluso cuando, siendo niña yo, dormíamos los tres juntos. No
pretendo ser más cruel que la vida, para qué, aunque no es baladí llegar a la
conclusión y añadir al trasfondo de su actitud, el hecho fundamental para la
mayoría de mujeres, tan traicionero, instintivo y animal, como el miedo de
sentirse desplazada por otra mujer. Mamá era tan ciega que nunca me consideró totalmente
una hija. Su cariño hacia mí, tenía un inconfeso déficit: el de ser una hija
deseada. Tú nunca has creído, por la excesiva simplicidad que, igual que la
mayoría de hombres cuando se enfrentan a una mujer, te cegaba, que fuese ella quien
me empujó hacia ti. Ella, que se atrevió a leer a Vargas Llosa porque tenía una
mirada arrogante de putero venido a menos. Si lo hubieras sabido, tal vez
hubieses tenido menos remordimiento y habría sido factible que te preguntases
el por qué. Tenía que pasar lo que pasó, de lo contrario yo parecería una muchacha
adocenada y pusilánime. ¿Qué podía hacer yo, si con un leve roce me abrasaba
por dentro, si cerraba los ojos y el mundo se achicaba hasta caber en tus
ingles? Ni uno solo de los caminos que conocía entonces, dejé de pasearlos y todos me llevaban a ti. Quién sabe, quizá es
lo que tú querías. Quizá si hubiéramos tenido hijos, los hechos habrían
sucedido de otra manera. Yo estaba suficientemente loca y lo hubiera aceptado,
sin que mamá se me hubiera confesado todavía. Qué más da ahora. Siento que era
más fuerte que yo. No podía doblegarme sin dejar de ser, mi tiempo no me lo permitía.
Y aún me rebelo contra el rol que algunos quieren que juegue. No tengo razones
de peso, quiero decir, razones convincentes para la mayoría de la gente, pero es
que desde los doce años me han producido sentimientos de indecencia y
obscenidad las intimidades que se establecen entre las mujeres, casi desde
niñas. La promiscuidad que se produce en cualquier conversación entre mujeres
me repele hasta el extremo de que, tanto cuando iba a jugar al tenis, como en
clase de gimnasia en el instituto, sudada y mojada, me cubría con el chándal
hasta casa y allí me duchaba y vestía. Recelo
que por eso todavía hoy me produce repelús el cuerpo desnudo de otras mujeres. No tengo claro por qué, me gustaría saberlo,
pero el hecho es que no solo creo que tengo mi sexualidad bien definida sino
que cualquier confusión me produce náuseas. Ahora, mirando igual que un
entomólogo mira a los bichos, me parece que es un error, la vida nunca es en
blanco y negro, pero prefiero tomarme así a perderme pensando por qué. En
aquellos días tú estabas, por cuestiones de trabajo, dando unos cursos en
Santander y venías a casa muy de tarde en tarde y yo estaba de exámenes. Con
los hombres, tuve que esforzarme para que los sentimientos no pudieran parecer
los mismos, y me sucedía en la adolescencia, en ocasiones. Fue el misterio y el
morbo de descubrir al hombre desnudo, al macho, según dice Martha, al otro, y
saberme deseada por ellos, a pesar de aquel cuerpecito tan indefinido y bobo
que en apariencia aún tenía, que no solo aliviaba mi malestar, sino que me
producía un sentimiento agridulce, contradictorio entre la timidez y el ansia, sin
embargo, eso sí, siempre me comportaba como una chica vergonzosa. Probablemente,
se me ocurre ahora, porque había observado que esa actitud de vergüenza y
descontrol insinuante, hacía que aumentasen sus sonrisas y zalamerías llegando,
en algunos casos, a sonrojarme, y me daba cuenta que aumentaba su interés y su
deseo por mí. Estimo que son cosas del género. Tomé conciencia de que, decir
que no con mis gestos e insinuar que sí con mis ojos, resultaba atractivo. Me
sentía aceptada, querida y deseada. Y me encanta. Ya sabes lo vanidosa que he
sido siempre. Esa doble y simultánea actitud
me la enseñé contigo. Al principio tenía que dejar la puerta entreabierta por
si necesitaba salir, amenazar, más aún, tener margen para enfadarme contigo y
confundirte más. Sé que cuando te miraba con esa mezcla perversa de patetismo y
abandono y el calculado deseo que dejaba traslucir, los nervios recorrían todo
tu cuerpo y en ocasiones una inoportuna erección te traicionaba teniendo que
abandonar, dondequiera que estuviésemos. Te aseguro que entonces no era
consciente de lo mucho que sufrías, que te hacía sufrir yo. Por eso intuyo que
te salvarás de los infiernos, porque has sido un hombre sensible y tu único
defecto era desear ser querido y subías o bajabas, según el cangilón de la
noria al que te empujaban las circunstancias y tu equivocada idea sobre el
tiempo. Recuerdo la primera vez que tuve la menstruación, la escasa
preocupación que me dio, quizá porque la esperaba incluso con ansia y cómo te
aturrullaste, balbuceando y sin saber qué hacer. Sucedió dos días antes de
decírselo a mamá, te abracé mientras te besaba en la mejilla y te murmuré, como
si fuera un extraordinario secreto que nos afectaba por igual a los dos: he
tenido la menstruación. Estuvimos un buen rato abrazados, acariciándonos, tú
paternalmente, mientras que yo, besándote la cara y colgada de tu cuello, te
dije, con todo el misterio que pude recargar sobre la frase: ya soy una mujer. No
recuerdo bien si fue la primera vez, pero noté tu masculinidad sobre mi ombligo
y me quedé traspuesta, asustada y contenta a la vez, como si un mundo nuevo,
fantástico y maravilloso se abriese ante mí y muy asustada, hubiese encontrado
la manera de descubrirlo, al mismo tiempo que hubiera encontrado la mano que me
guiaría por tan deseado y desconocido mundo. ¿Cómo se me podía ocurrir todo
aquello a los doce años? Me preguntaste si se lo había dicho a mamá y cuando te
dije que no, me quisiste tranquilizar, elevando tu rango, en una actitud
heróica y diciéndome que tú se lo comunicarías. Una extraña alarma me aconsejó
que debiera ser yo y te dije que no, que eso era cosa mía. Tú no habías
entendido nada y tuve que insistir: no
te preocupes, solo quería que lo supieses. A los pocos días, cuando se lo dije
a mamá, me pareció que ya lo sabía. Se lo habías dicho. Desde aquel día empezó
una obsesión discreta y pormenorizada sobre mi persona y mis comportamientos. Eran
días de mirarme y remirarme en el espejo y extrañarme de mis reacciones. Aquella
actitud tuya de ser cómplice mío, y al mismo tiempo ser incapaz de mantener un
secreto hacia mi mamá, me preocupó, me sirvió para descubrir una relación con
ella por tu parte, de sumisión, demasiado servicial, humillante, sobre todo
para mí. Me dio a entender, y me molestó, cual era la relación que manteníais. Supe
que no iba a ser fácil ganar la batalla, tenía que ser mucho más tajante y
sibilina contigo porque tú nunca tratarías de decidir, solo te dejarías
conquistar. Así fue. Curiosamente este nuevo sentimiento mío reforzó mi
ansiedad por separarte de ella, y aunque arrecié el asedio con todas las armas
a mi alcance, añadió un nuevo sentimiento de compasión y deseo hacia ti. No te
merecías un trato de respeto y me dio la pauta de mis futuras relaciones. ¿Pero
qué sabía yo, si apenas conocía las armas de que disponía? No encontré otra
manera de intentar dominarte que saber de tus debilidades más oscuras e
inconfesables cuyo centro neurálgico era yo. Tus regañinas no me extrañaron. No
hacía falta que me dijeses qué estaba bien y qué mal. Sabía que mi
comportamiento era propio de una adolescente virgen, inocente y perversa hasta
casi la obscenidad. Incluso cuando trataba temas serios de mis estudios, lo
hacía con descaro, como si estuviera hablando de lencería fina con una amiga
íntima. Serené mis arranques incontrolados de orgullo y maldad, decidí quitarla
del medio, por su bien, pues no te merecía. Nada me importó lo que pensase ella
y planeé, creo que por primera vez en mi vida, una estrategia y conseguí
establecer ese bonito juego, cuando una es el sujeto, de alternar cariño y
desplantes, como si no estuviese enamorada, o mejor, dudosa y deseante. Duró
bien poco. Cierto que en algunos momentos de debilidad, llegué a pensar que era
mejor compartirte. Esto es lo que me recomendaba una y otra vez el sentido
común. Para llegar a donde quería, el tiempo tenía que intervenir, dejarlo
hacer. Me diste la oportunidad de saber hasta dónde estabas dispuesto, tiempo
después, al amanecer de aquel domingo que pasamos en la casona, cuando entre
lágrima y beso te ofrecí la alternativa de, o ella o yo. Tres veces me lo
tuviste que jurar y consentí como premio, solo entonces, que disfrutases del
primer griego que me hiciste, ocultando el placer y exagerando el dolor, y
dejarte llorar después un buen rato sobre mi espalda. Desfallecida y hambrienta
tuve que ladearme para poder sobrevivir, respirar y me dormí. Cuando me
despertaste y ofreciste el desayuno supe que había ganado y me entró la
nostalgia mezclada de asombro, de la noche que terminaba. Para entonces mamá ya
estaba malita y el ofrecimiento de mi juventud, que no mi experiencia, te llevó
a un cálculo frío que evaluó tu tiempo y tu ser menguando a la puerta de un
mundo abierto y unas fantasías al galope, sin más freno que la experiencia del
jinete que las montase. Y yo, ególatra y triunfante, estaba envuelta en un
juego loco que no admitía ni un solo paso en dirección contraria a mi capricho
ciego. Tan fuera de mí estaba que llegaste a darme pena en algunas ocasiones,
casi siempre que pensaba en ello. Tu soledad era estremecedora. Los dos lo
sabíamos. Solo descansabas cuando cerrabas los ojos y te perdías a mi lado,
como si yo fuera un inmenso mar donde te hundías tragado por las olas de mi
cuerpo. Miedoso de gritar al mundo que me amabas, incapaz de buscar una puta
para tranquilizarte y alguien que te comprendiera, torpe para abrirte al
corazón de nadie, tan comprensivo en apariencia, tan dispuesto a aceptar que
quizá era el otro quien tenía razón, por miedo. En eso, qué poco te parecías a
mí. Entonces, digo. Ahora, a veces, también me siento sola, sola de mí, que es
la única soledad que no resisto, que me duele. Alguna vez te confesé lo bien
que me llevaba conmigo misma, lo bien que me acompañaba. Solo tú tenías llave
de mi mundo, cerrado a cal y canto para el otro mundo, el de todos vosotros. Ahora
es distinto, no me encuentro, más que sola estoy vacía. Tampoco me parecía yo a
mamá, afortunadamente, claro. ¿Cómo pudiste enamorarte de una mujer así? No
podía entenderlo. Pero más allá de la literatura y la recreación que todos,
cuando buscamos en el pasado, añadimos, entre otras cosas para cubrir los vacíos
que la memoria deja, yo la quería y me lo pasé muy mal cuando murió y nos dejó solos.
Lo bien cierto es que su ausencia y la soledad que se instaló en la casa, en
más de una ocasión me llevó a reflexionar sobre lo que me parecía tener
resuelto y estaba confuso, mucho más de lo que me creía. Me refiero a cómo
cortar y separar un mismo sentimiento que tiene tantas caras y personajes. De hecho, hay
quienes distinguen varios tipos de amor: amor-pasión, amor-gusto, amor-físico y
amor de vanidad, todos ellos dominados, encorsetados y en el estrecho callejón
del genérico amor macho-hembra. Me temo que cuando este elemental y primario instinto
se mezcla con las múltiples variantes que la civilización ha puesto en
práctica, el número debe ser casi tan infinito o más que las estrellas del
universo. No sé, pero creo que no trato de justificar lo que para mí está más
que justificado. Yo diría que eras incapaz de sentirte bien en una relación
amorosa si no estás subyugado a la mujer. Este es, me parece, el punto de enganche
que fallaba entre mamá y tú. También hubiera fallado conmigo, aunque he sido
más flexible y zalamera, o caprichosa. Siempre he creído que tú desde el fondo
de tu ser has deseado ser de alguien, saberte hombre en tanto y cuanto servías
a una mujer. En todos estos años nunca supe aprovechar esta actitud tuya, que
no era propiamente servil. No, no es eso, eras demasiado sensible y orgulloso
para serlo con conciencia. Mandar sugiriendo nunca fue un atributo de mamá. Ella
te manipulaba a su antojo y te tenía sujeto, pero era a voces y con malas
caras, le faltaba la zalamería que abría hecho que te sintieras feliz y
dominado. Y te lo hacía saber. Y siempre mostrando sus rígidos principios
morales. Recuerdo aquella Nochebuena, tan absurda y comercial como todas, cuya
permisividad os llevó a emborracharos en cuanto dieron las doce. Toda la
alharaca religiosa que tenía montada mamá se cayó y fue suficiente para perder
definitivamente el respeto que aún tenía por los adultos. Fue suficiente para
entender que mis valores, vicios y criterios, valían tanto como los vuestros.
Tú llegaste a entender por qué a mí me satisface un amor sometido y rebelde.
Desde entonces, las cosas seguían siendo buenas o malas, pero no según vuestros
criterios. Intuyo que lo mío es más complejo porque mi deseo de poseer es desde
la libertad del amante, lo contrario sería poco placentero y no se daría ese
coctel perverso que mueve a servir alegre. Recuerdo bien cómo, al principio de
nuestros primeros encuentros amorosos, me asustaba todo cuanto me proponías y
se alejaba de lo habitual; justamente eso me deslumbró y me hizo comprender que
eras, sin duda, el mejor amante que podía encontrar para sacar de mí todos los
impulsos y placeres que mi cuerpo escondía. Por entonces quería conocerme, tantas
ideas y cosas nuevas que me amenazaban con ahogarme y tú fuiste el guía
perfecto. No recuerdo que nunca me dijeras que me amabas, ni menos aún que me deseabas,
solo estabas atento a deslumbrarme y confabularte con el placer para, entre los
dos, doblegarme de manera casi enfermiza a cuantas ocurrencias te asaltaban. Te
traté como lo que has sido, un niño grandote vestido de señor y yo tu juguete
preferido. Lo supe desde niña y no me equivoqué viendo en mi corazón la trabada
ligazón que ibas estableciendo con tu víctima preferida, tu niña deseada. Desde
que cumplí los veinte años ya poco podía descubrir en ti que no supiese y
tampoco tú en mi cuerpo y mis deseos. Desde entonces, fue nuestra relación un
pulso entre dos amores, alternando la pasión y la estrategia de los dos, casi
nunca coincidente y en algunos casos, pocos, amenazante. Yo al menos llegué
hasta el absurdo de sentirme aprisionada por tu ausencia más que por tus
abrazos, caricias, fantasías y antojos que de tantos prejuicios me liberaron.
Siendo tu dueña, porque lo fui, me entregué hasta la extenuación para serlo
como tú querías. Nunca te agradeceré suficiente haberme liberado de la
vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la
relación con los demás, en especial de aquellos a quienes amamos. Tú me
enseñaste a volar, a ser yo de acuerdo con mi tiempo. Era la forma que tenía de
dominarte, mirarte desde lo alto. Más allá de ti y de mamá, con sus cuidados y
absurdos consejos, tú, hombre, me hiciste sentir mi individualidad frente a las
otras mujeres y hombres y al mundo; aprendí a apreciar lo fundamental y
distinguirlo de lo accesorio. Todavía tiemblo cuando me viene a la memoria,
aquella primavera en Belgrado, la primera vez que, con un vestido negro de
noche, deslumbrante y más radiante que una diosa, eso dijiste, en aquel
restaurante colgado sobre el Danubio, me sacaste a bailar y me obsequiaste con
una rosa roja. Qué elegante estabas y qué celosa me puse con aquellas mujeres,
serbias parecían, rubias, maduras y agresivas, que cenaban en una mesa cercana.
Me sentí obligada a descubrirles nuestro amor, ellas que solo adivinaron
nuestro parentesco y te sonrieron tantas veces. No pude ver su cara cuando, al
volver del servicio, te besé en la boca y me entretuve un instante mordiendo
tus labios. Las hubiera estrangulado. Fui tan feliz que casi me dormí sobre tu
hombro, oyendo las canciones balcánicas que aquella muchacha, acompañada por
dos guzlas y una pandereta, nos dedicó sonriéndonos
con su cara morena, aquellos inmensos ojos grandes y rasgados y el cabello
negro y ensortijado que cubría su espalda mientras movía las caderas de una manera
impúdica y evocadora. Sí, no solo tú estabas disfrutando de aquel viaje que me
regalaste al cumplir los veinte años. También yo, y por más que nunca te lo
dije, prometí quererte, delante de aquel extraño icono en la iglesia ortodoxa de Petra. De regreso al hotel te besé,
mimosa y zalamera, bajo la torre Nebojsa Kula, como a un bebe, lo que para mí
has sido, un bebé travieso cuyo cuerpo maduro me ha llevado, alternativamente
del infierno al paraíso y viceversa. Aquella noche,
en el hotel, intenté imitar a la zíngara sin conseguirlo y tú creíste
obligarme a tantas cosas. Fue, sin duda, el viaje más feliz. Deduzco que el
viaje de novios debe ser algo así. Todo cuanto insinuaba te faltaba el aire
para conseguírmelo. Me sentí, como nunca, una niña consentida y adorada. Me
sentí obligada a portarme contigo como sabía que deseabas. Creo que fuiste
sincero cuando me dijiste que nunca con nadie habías sido tan feliz. No se me
olvidó que, durante más de un mes, me tuviste trastornada, como en una noria,
vacilándome respecto a si íbamos o no de viaje. Hasta que un día me enfadé y te
di el ultimátum. Quisiste, como tantas veces, aprovecharte. Te vi venir y
después de asegurarme el sí conseguí contentarte con una simple felación y
alegar que se me hacía tarde para una clase de antropología. Ahora que te has
quedado solo, perdido como estás en las sombras, sin el más mínimo enganche con
tu pasado o presente, con el tiempo parado y envuelto por la nada, que ha
muerto tu mujer y mi mamá, siento la incomprensible necesidad de ser tu hija,
de quererte a distancia y de manera distinta y desde luego, quiero que sepas
que no te buscaré en brazos de otro hombre. Al contrario. Desde que me fui de
casa, odio el sexo, egoísta y capaz de sacrificar cualquier cosa, aunque se
presente recubierto de amor, con tal de apurar los días que le queden. Sigo
despreciando a las mujeres, y los hombres solo me interesan si son como niños. Como
tú, que siempre fuiste un niño. Y necesito aprender todo de nuevo. Y estoy rodeada por la duda, temerosa de dar un paso en cualquier sentido.
Para qué decirte que aquella tarde, cuando me cogiste del brazo y sin decirme
nada, sollozando me llevaste hacia la cama de mamá recién muerta y me abrazaste
yo ya sabía la verdad. Una verdad que si te la hubiera contado puede que te
aliviaría una pena aunque te abriría otra, no sé si mayor. Porque, ¿sabes?, tú
sigues siendo muy machista. No viene a cuento, pero se me quedó grabada la
escena, en la fiesta del arzobispado, el salón lleno de empresarios, artistas,
políticos, intelectuales, y unas pocas mujeres, eso sí, muy hermosas y
retocadas, y tan contento me susurraste al oído: qué sería de estas fiestas sin
la belleza de las mujeres. ¿Qué puedo hacer, papá? A fin de cuentas, la mamá ha
muerto y hace años que apenas nos vemos, tu hundiéndote en tu soledad hasta
quedarte tan solo que hasta tus recuerdos te han abandonado, ni me reconoces, y
yo corroída por la duda de no saber qué hacer, vegetando en espera de no sé qué.
Quiero decir que en alguna ocasión, con extrañeza por mi parte, sorprendí
extrañas miradas suyas que todavía entonces no sabía traducir a su verdadero
significado. No sé si por no entender muy bien qué pensaba cuando me miraba
así, o porque sin saberlo lo intuía y me quería engañar a mí misma, el hecho es
que me turbaba y me daba vergüenza que en el fondo, muy allá en el fondo,
claro, me hiciese sentirme bien. Lo cierto es que mamá no murió. Fue
despidiéndose, deslizándose poco a poco del ser a la nada, llevándose su tiempo
y dejando detalles esparcidos, tal vez con la intención de que nunca la
olvidásemos, como así ha sucedido. Hasta en eso fue una mujer discreta, de
trato suave y de fuertes creencias que nunca entendí, inamovibles. Hasta el
final, guardó intactas sus convicciones, su severidad moral, su incapacidad
para llorar delante de nadie y sin perdonarse la infidelidad que hizo que
naciera yo. Tantos años después, seguía sin perdonarse haber tenido una hija
del pecado, de un hombre que amó con locura, para el que ella fue una aventura,
y así vivió, con el engaño instalado frente a ti y frente al mundo. Intuyo que
si un día te enterases, a ti te resultaría aberrante que, con tal de no
confesar en público su pecado, prefirió
consentir el nuestro. El nuestro según tú pensaste, porque ella murió con la
convicción de una verdad que no era más que un castigo equilibrado: Su esposo
le era infiel con una joven, hija suya y de un aventurero putero y olvidado. Si
no hubiese sido tan retorcidamente santa, su despedida tenía que haber sido la
bendición de nuestro amor. Pero ya ves, creo que lo que hizo fue maldecirnos y
consiguió que a la semana tú te fueras y durante estos años has estado huido,
hasta que te ingresaron en esta residencia, olvidado de todos, hasta de ti
mismo. ¿Qué verdad te hubiera hecho más feliz, saber que fuiste cornudo y lo
nuestro no fue incesto, o saber que mamá te fue fiel y cometimos incesto? Qué
más da, ¿no? En fin, querido papá, como ves, todos los recuerdos son demasiado
viejos. Y a mí, ¿cómo me ves a mí, papá?
Lo que tengo claro es que con mi felicidad llego mi culpa. Ahora, con treinta y
seis años, me consuelo sabiendo que mucha gente encuentra la felicidad, su ser,
por caminos tortuosos, inesperados y maldecidos por otros muchos. Tú me la
prometiste, pero solo será si yo la encuentro. En fin... Ninguno de los dos
somos el ser que fuimos y este hoy es un tiempo que nada tiene que ver con el
nuestro. No sé en qué orden, pero así es. Volveré dentro de un mes, si sigues
vivo.
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