LA PUTA
REVOLUCIONARIA
José Garés Crespo.
-I-
Conocí a Juliette
un viernes al atardecer en las Escuelas Profesionales que los Jesuitas tenían
en las afueras de la ciudad. En aquellos años, en numerosos países una nueva generación,
plantaba cara e iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde
la Beat Generation hasta The Beatles. Pero hablo de España, el último
reducto del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette,
la brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se
celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y
estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización. Esperábamos
que de un momento a otro, como en todas las concentraciones masivas, apareciera
la policía por la puerta, pero no importaba. Se trataba de hacer propaganda,
ampliar la resonancia de las detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la
mayor parte del edificio porque en varias ocasiones había estado, ayudando a
otros compañeros, imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que
nos dejaban los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía
de la capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría, terminó
con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía, alertando de
que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para disolver la reunión,
pedir la documentación de identidad y realizar alguna detención. Apenas
habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que explicaba las
detenciones y torturas de los detenidos.
Juliette
apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando conversar con ella chapurreando
el francés mientras esperábamos que empezaran los discursos. A los primeros
gritos de alarma que oímos, cogí de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras
de mí nos escondimos en una de las aulas de la parte superior, echados debajo
de una gran mesa de reuniones.
Estuvimos en
silencio unos minutos mientras iban desapareciendo los gritos y ruidos de la
planta baja. La policía se limitó a disolver la asamblea, golpeando a los
reticentes. Una hora después parecía que todo se había calmado. Aún así, Juliette
y yo salimos cogidos, aparentando ser dos novios. No fue necesario seguir
disimulando pues la policía había desaparecido del entorno, pero sin darnos
cuenta, así lo recuerdo yo ahora, continuamos cogidos del brazo hasta la parada
del autobús, tres calles más allá y nos despedimos con dos besos en las
mejillas, después de que Juliette malogró, creo que inconscientemente, mi
intento de besarla en la boca. No sé por qué, pero me gustó como mujer desde
que la vi. Cuando me quedé solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que
debería haberle dado un apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a
fin de cuentas nos habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo
habíamos olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer.
Creí que Juliette
podía tener dos años más que yo. En realidad tenía siete más. Esto lo supe
semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio novios y pavoneándose de su
experiencia. En ese momento me llamó la atención que lo dijese como si no
tuviera importancia, dando a entender que era esa la edad que quería tener. No
sé si por eso, pero he de reconocer que fueron muchas cosas las que me enseñé
al lado de Juliette, incluso más allá de las que ella pretendió. Recuerdo que,
probablemente sin que ella quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del
contrapunto en la elaboración de ideas y pensamientos.
Sucede en
numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña, cuando no se presenta
cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo vestía, por sus gestos y
la manera de sonreír, parecía una adolescente de las que lucía la moda francesa
en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas, vestidos sueltos como de
premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y suelto, sin forma aparente,
castaño claro, las uñas cortas y limpias y un bolso enorme del que solía sacar
lo más insospechado, como si fuera un bazar. Calzaba mocasines siempre.
La segunda
vez que la vi fue también una coincidencia, y como no suelo atribuir al azar lo
que no puedo entender razonando, me pareció que era la lucha antifascista la
que me estaba proponiendo, facilitando al menos, tener algo más que una amistad
con aquella chica. Una relación que me proponía ir más allá de aquella huelga
de los trabajadores de astilleros que nos había puesto en contacto. Aquel
segundo día que nos encontramos, varias organizaciones clandestinas de
izquierda que trabajaban a caballo de la Universidad y del movimiento obrero, habían
convocado una manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria
propagada de boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles
que configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento histórico,
símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad. Estábamos
advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si se producían
había que dispersarse rápidamente, procurando que no cogiesen a nadie. Tan solo
se trataba de manifestar la solidaridad con aquella huelga cuyas
reivindicaciones eran principalmente salariales. Las instrucciones de los
convocantes señalaban que todos debían tener una coartada que justificase por
qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día.
A la hora
prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en la plaza y algunos
bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron banderas rojas y
republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas. Las primeras
proclamas fueron como la señal de ataque para los policías antidisturbios. Como
hormigas grises, salieron de unos furgones disimulados entre camiones aparcados
en una callejuela y casi al mismo tiempo desde otra calle, alejada unos
doscientos metros de la plaza, montados a caballo llegaron unas decenas de
policías. El rítmico golpeteo de las cerraduras de los caballos sobre los
adoquines asustó a la gente y se inició la estampida mientras los guardias
golpeaban a los manifestantes cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo
empujándolos. La dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían
arrinconado en una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción
de Joan Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien
pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía que lo
montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue arrastrado por
tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que podía terminar
con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas, detenciones y
varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se vio al día
siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización había sido un
éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la prensa y radio del
exterior tuvieron que hacerse eco.
Para no
complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los que había ido y después
de deshacerme de las octavillas que llevaba y correr un trecho por una calle
adyacente, vi una portería abierta y sin luz y no lo pensé más, me metí para
esperar que pasaran las carreras de unos y las cargas de los otros y cuando iba
a cerrar llegó una muchacha y empujó la puerta, entrando para esconderse
también. No la reconocí hasta que, ya dentro del pequeño rellano, me dio las
gracias. Su voz era inconfundible. Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía
señal de que guardase silencio con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de
mujer con sordina que venía desde el rellano que había diez o doce escalones
arriba y que nos decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz
que a través de una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados
alrededor de una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro
sillas de enea y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la
pared, único mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda
de un teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en
Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a
preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la
violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés días
encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que algunas
noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos para
fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo.
Cuando las
calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la ventana por si quedaban
guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo: Si alguien os pregunta, yo
alquilo habitaciones para parejas. Me pareció que mientras nos contaba lo que
creyó que nos podía interesar de su vida, los ojos se le enrojecían, pero no
consintió que ni una lágrima asomase.
Juliette y
yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber quiénes y de donde
éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque parecía como si por
primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las consecuencias de habernos
encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué una vez más, como me suele pasar con
las mujeres, pero fue tiempo después cuando me di cuenta, en una de las
primeras discusiones. De momento, desde aquel día yo entendí que las
casualidades, cuando se repiten en un mismo sentido, son señales que piden
formalizar lo que aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde.
Era la tercera vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que
ninguno de los dos engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el
acceso a una noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos
vírgenes de manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si,
entre beso y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza
del deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor
que trascendiese al sexo.
Fue unos
días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en salir una noche a cenar
y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué con el crepúsculo, a tiempo
para observar y conocer cómo vivía. Compartía una vieja casita de antiguos pescadores,
medio derruida por la parte trasera que se confundía con un pequeño corral, situada
en el barrio marinero a poco más de cien metros del mar y estaba pintada con
colores fuertes y planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del
Mediterráneo. Aquel entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia
que pasé en casa de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la
falda de una colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren
desde lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme.
Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me
contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y
esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de lleno,
hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con otros, aunque yo procuré
dar opción a que ella se explayara. Observé que ambos contábamos lo que nos
pareció más adecuado de nuestra vida, de lo que deduje que queríamos presentar
la mejor cara posible lo que suponía un interés mutuo por preparar un mañana,
aunque bien podía haber sido por todo lo contrario por como terminó la historia.
Cenamos cerca
de su casa, en un barracón de playa, que tenía como especialidad de la casa sardina
fresca asada a la brasa y completamos con unos calamares chiquitos, todo
acompañado de un excelente vino dorado de la costa. Después de cenar volvimos
paseando a su casa y, con toda naturalidad ella, como si llevásemos años
haciéndolo, asustado yo, nos acostamos juntos en un colchón viejo de espuma,
cubierto con una funda de tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de
esparto y con una sábana floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con
Juliette todo se presentó tan natural, en contra de los mil escenarios
imaginados durante los días de espera, que al despertar y encontrarme solo en
la cama, creí que había sido un sueño, como si la cama no fuese suficiente
prueba. No tuve mucho tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho
lleno de churros y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que
aceptar como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio
credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores
importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño.
Para
entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo origen suele
aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al poco tiempo de
suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis que solemos expresar,
cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”. Conociéndome sé que me sirvió como
pretexto porque aquella noche habíamos bebido
mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos estar enamorándonos. No
por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil desenamorarme si así hubiese sido,
pero algo me decía que ella era mujer de grandes pasiones. Y como si viviese en
la Arcadia feliz, me asustaban los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos
un beso de buenas noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el
previsible asalto final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó
ningún problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las
cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en la
mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría qué
era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada ni
tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una mujer de
carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces, otras como una
sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por timidez, con una
sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de introvertida, y trataba
de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo.
A las dos
semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad de nuestros cuerpos
habían dado el consecuente paso a una intimidad sexual, abundante, densa y
relajada que a mi edad y en mi ambiente me pareció extraordinaria, mientras que
a Juliette le pareció normal. La residencia de Juliette en París y sus siete
años más de vida eran una razón. En cualquier caso no importó la procedencia de
cada uno de nosotros, lo decisivo fue que nos encontramos. En más de una
ocasión llegué a asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la
conciencia perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener
experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento del
éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y
absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus
ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la
realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me cogió
con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo varios minutos
mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron los suyos y
asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de gratitud. ¿Qué podía
ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese vuelto a ver, por ejemplo
ahora, lo que serviría para reconocerla sería el perfume natural que desprendía
su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba. Juliette no era, por su cuerpo
escasamente voluptuoso, una mujer que lo primero que despertaba en un hombre
fuese el deseo. Sin embargo de tan femenina y sensual, frente a cualquier otra
mujer, ganaba en la proximidad creando un espacio de comodidad a su alrededor que
proponía al hombre acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el
asalto final. Por primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para
iniciar la conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se
trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el
pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En
general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los
orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el
hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de presa y
la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser apresada y
conquistada, manteniendo una espera proactiva.
A partir de
que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo que desea es conquistar,
solo queda por dilucidar, para observar en qué son diferentes, qué armas o
técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se cae de bruces en la
deontología de cada uno de los dos procederes y aquella mediatizada por la
cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales la tacharán de
descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo adecuado entrará a
formar parte de los maltratadores y brutos machistas. Por eso seducir es cosa
que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de hembra, olvidándose de su
función de madre que desde el orden biológico sería la segunda fase del rol de
la hembra. Para una hembra, también una mujer, seducir es la manera de
significarse y destacar entre varias presas, cuando el depredador anda
olfateando y toma la decisión de a cual de todas ellas apresará. Obviamente
estas son reflexiones que me vienen a la cabeza justamente cuando el tiempo ha
reordenado las urgencias. Hoy la distancia da perspectiva, tanto que apenas soy
poco más que un espectador, pero entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas
y simples para tratar de conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de
las más fáciles era observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían
trazar sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su
comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo en la
más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes se
multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de su piel,
una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto era que sin
haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como novios.
-II-
Durante
aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire nuevo y adquiría un
aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo viejo por rancio. Entre
minorías del estudiantado universitario estaba de moda la poesía social y
corrían en la Universidad, junto con panfletos denostando al régimen fascista,
lo que llamaban poemas revolucionarios, separados unos de otros por una delgada
línea. Ambos parecían hijos de la misma madre y se producía una situación
extraña, por original y confusa en los límites. Lo importante no era tanto lo
que se decía en un poema, como que tuviera un tono agitador y palabras que
evocasen rebeldía abiertamente. Igual aparecían preciosas metáforas en los
panfletos revolucionarios, que llamamientos a la huelga en los versos de un
poema. Fue una suerte, o tal vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos
ambientes, por oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado
y resultara fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o
proclama, habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal,
por una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que
aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia
literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista que
robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más de una tarde,
confeccionamos el primer número de la revista literaria que llevaba un ampuloso
editorial, dando a conocer las pretensiones revolucionarias que proponíamos
para la nueva literatura, en contra de los ismos, banderías y particularismos
que proliferaban, casi tanto como en el campo de la política, pero que
considerábamos que estaban al margen de la auténtica literatura, obviamente la
que proponía nuestra revistilla y exigían lo que considerábamos los tiempos
nuevos. A las soflamas sobre el compromiso social del arte y poemas que
pretendían ser como fusiles, acompañaban poemas de Roque Dalton, de César
Vallejo y de A. Machado, dos poemas de
Miguel y otros dos míos, y terminaba con un cuento corto de un
estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la tertulia con 100 ejemplares
de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue como si hubiéramos llevado un
parte de guerra notificando la muerte del dictador Franco.
A Juliette
la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la conocía como la
poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque en cada uno de sus tres
poemas presentaba varias propuestas discursivas que ordenaban poéticas
contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva forma suya de enlazar
palabras y construir un poema. Era, además, la única mujer en las reuniones. En
aquellos años, venir de Francia, conociendo poemas de Bretón, Eluard o los
represaliados sudamericanos que pululaban por Paris, era una carta de
presentación de alguien de la vanguardia última que, más allá de lo que
literariamente significara, tenía una connotación de anti sistema, no solo en
el plano político, también en el poético. Todos estábamos empeñados en poner de
relieve que eran las dos caras de una misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y
semejanza de lo que cada cual quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin
capacidad de renovarse, decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos
nosotros. Salvo mi caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya
aparición propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno
de tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo
el entramado social.
Por
coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco tiempo de
marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los amigos a los
pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por culpa del control
y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me inclino a pensar
que, controlados como estábamos, les parecía muy bien que nuestra forma de
subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de Mayakovski. Tampoco, como
dijo otro de los tertulianos, que el pretexto fue que desapareciesen los
enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette, que para otros eran verdes. Nunca
nos pusimos de acuerdo sobre el color de sus ojos. Yo que la traté en la
intimidad, creo que lo que sucedía es que mientras que a un metro de distancia
eran oscuros y brillantes, de más cerca, por ejemplo echados uno encima del
otro, con los ojos abiertos y los labios rozándose, su mirada adquiría un color
azul tan intenso que se expandía y les hacía parecer dos círculos a través de
los cuales se adivinaba la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y
sobrecogedor como todo lo misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier
color te parecía adecuado y encantador.
Visto desde
ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las reuniones de la tertulia
porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal formando el criterio literario que
desvariaba con frecuencia. Como sucede siempre, la tertulia se barrenó desde
dentro y nada tuvo que ver la censura fascista, ni que los amigos del Partido
Comunista nos dijeran que éramos de la gauche divine. Hubo dos motivos
exógenos, Uno, que un día apareció Domingo, el hijo de papá inevitable, que
existe en todo grupo que se precie, con un ejemplar de la última edición de
Historia de las Literaturas de Vanguardia, de Guillermo de Torre. A las dos
semanas habían diversos debates cruzados entre quienes se decantaban por el
ultraísmo, el futurismo o el surrealismo que fue quien más adeptos tuvo,
probablemente por ser mucho más fácil de imitar y el más difícil de
descalificar, porque resultaba muy difícil rebatir el contenido simbólico del
subconsciente que se mostraba en un poema. El otro, que nos situó frente a la
realidad de lo que éramos fue la aparición de la revista literaria “La Caña
Gris”. Los debates, en algunos casos tomaron gran virulencia y fueron la
puntilla del fin de la tertulia.
Fue Renato, el
más sensato de todos nosotros porque tenía el futuro más seguro, el que descalifico
la mayoría de los ismos reiterando la tesis de Valèry, en lo que parecía el
primer cambio en lo que pasaría a ser el paso del modernismo a la poesía
postmodernista, saltando sobre las vanguardias de primeros de siglo. Según
Renato, hasta entonces la poesía se presentaba en cada poema, con un primer
verso que condicionaba el resto del poema de manera que los versos siguientes
eran el desarrollo del primer verso, pero a partir de ahora, el poema era la
expresión de un sentimiento confuso que iba dando rodeos y era el verso final
el que cerraba y trataba de dar la coherencia, caso de tenerla, al resto del
poema que precedía. El poema pasaba a ser un caos de significación que obtenía
el orden y la lógica con el verso final, el cual no estaba prederminado sino
que era uno de los múltiples posibles. Tal vez fue una coincidencia, o quizás
no. Lo cierto es que en aquellos años la política de la izquierda, por supuesto
en la clandestinidad, era tan prolífica como cuarenta años antes lo fue la
literatura. Si en la literatura hizo explosión el modernismo en los 20, en la
izquierda lo hizo en el 56 el XX Congreso del PCUS.
A las pocas
semanas de su estancia, a Juliette se le terminaba el dinero y tuvo que volver
a París donde residía, daba clases y tenía algunos amigos que la ayudaban. Pero
antes de despedirse, en una cena a solas conmigo, me invitó a pasar unos días
en su buhardilla de París. Me confesó que se estaba enamorando de mí, que se
sentía muy cómoda a mi lado porque llenaba muchos de los vacíos que su vida y
su cuerpo tenían. Se me ocurrió decir que podría buscarle trabajo y podríamos
estar juntos, pero me dijo que ella no podía trabajar aquí, que sería muy
difícil estando los dos juntos. Entonces creo que me equivoqué y pensé que en
el fondo no quería. Ahora creo que sí que estuvo enamorada de mí, hace años que
cambié de parecer. Acostumbrado por mi corta experiencia y los comentarios de
amigos, a que el amor fuese un haz de pasiones revueltas y contradictorias, que
necesariamente van cogidos de la mano de un estado de ánimo febril, que
Juliette calificase de cómoda su situación sentimental de enamorada de mí,
también me extrañó.
Hasta
entonces siempre, o casi siempre, sabía por qué llegaba a la cama con una
mujer, pero me resultaba difícil, casi imposible, saber cuál era el motivo por
el que ellas me acompañaban, más allá del placer, habida cuenta de que éste era
siempre el de menor importancia. O eso me parecía. Notaba que no era lo mismo
lo que yo sentía y por lo qué me acostaba con una mujer, que lo que sentían
ellas, antes y en el transcurso del acto. Llegaba a entender que compartíamos
un parecido placer, aún así con evidentes diferencias, pero no era esta emoción
que compartía en cierta medida lo que me hacía pensar. Era que, por entonces, no
encontraba ninguna explicación de tipo biológico que pudiera
esclarecer la presencia de dos formas culturales en las que parecían apoyarse
las diferencias, distintas en un mismo tiempo, y a la vez reforzándose una a la
otra de manera que perviven las divergencias producidas por una misma historia
vivida desde dos roles distintos. De tal suerte que, mientras me sentía
realizado y satisfecho, biológica y sentimentalmente pero sin poner en juego mi
proyecto de vida, del resto de mi vida, tan ancha y poco definida entonces, una
mujer en cambio me parecía que con cada encuentro amoroso consciente, marcaba
de manera importante y parecía colmar y tocar el fin último e importante de su
vida. Por lo que yo sé ahora, creo que en la mayoría de casos los hombres, cuando tienen sexo sin
amor, es decir, cuando el macho se desprende del envoltorio cultural con el que
camina, apenas hay caricias previas y la eyaculación suele ir seguida por un
efecto rebote de huida. La pasión y el deseo, móvil previo, se convierte de
repente en desaliento y en algunos casos hasta tristeza, como el ladrón
principiante que terminado el riesgo del robo, le entran ganas de devolver lo
robado. Por eso la primera noche, cuando en su casita de la playa, nos
sorprendió el amanecer, desnudos y despiertos, continué besándola y
acariciándola, supe que con Juliette podía ser diferente.
-III-
Llegué a
París cerca de las nueve de la mañana. Para mi gente, en aquellos años, París
era el centro cultural de Europa. También era la generosa ciudad que acogía a
la mayoría de intelectuales, políticos y artistas perseguidos por el
franquismo. París era no solo el norte de un país democrático y capitalista,
era también la capital de un sur en el que trabajaban miles de españoles,
temporeros o no, y de cuyos ahorros vivía la familia que quedó en España y se
llenaban de divisas las arcas del régimen franquista. Por las calles de París
combatieron antifascistas españoles encuadrados en la Nueve Compañía del
Ejército Popular Republicano en Agosto de 1944, hasta liberarla de los nazis. Paris
también era donde residían la mayor parte de los aparatos clandestinos de las
grupos políticos de la lucha antifascista que resistían a la espera de que
cayera la dictadura y orientaban las luchas en contra del franquismo, y desde
donde se suministraba propaganda y en algunas ocasiones armas.
Bajé del tren en la estación de París-Austerlitz. Compré Le Figaro y leí
titulares con el poco francés que sabía. Estuve cerca de una hora metido en el
metro, sentado y mirando a la gente subir y bajar. Tenía tiempo y mirar es un
ejercicio que aun hoy me sugestiona. Desde aquel anonimato, podía mirar todo
sin vergüenza ninguna. Un buen rato después, ya subido al metro y sentado, en
una de tantas veces que la gente subía y bajaba en una estación, subió mucha
más gente que bajó y a la altura de mi cara, una mujer de buen ver, muy
emperifollada y con varios collares que le cubrían las leves arrugas del
cuello, puso su trasero a la altura de mi cara obligándome a mirar hacia otro
lado, lo que me obligó, afortunadamente, a que viese que la próxima estación
era mi destino. Me bajé en Alésia y en la bocacalle abordé a una señora de unos
cincuenta años, perfectamente vestida como para estar sentada en cualquier
oficina y formar parte del paisaje sin desentonar. Intenté que me indicase el
camino a seguir. Con un castellano malísimo de ella, el peor francés mío y la
ayuda de un mapa del metro que había en un panel, al que me acompañó la señora
amablemente, pudo indicarme los cambios que tenía que hacer para llegar a mi
destino que era la estación de Boucicaut, en plena Avenida de la Convención. La
mujer me miró con curiosidad y supe que se equivocaba respecto a mi procedencia
y el motivo de mi visita a París. Se hacía tarde y aunque hacía sol estaba
cansado pero opté, sabiendo lo cerca que estaba mi destino, por pasear unos
metros y sentarme en un banco de hierro, a la sombra de una iglesia de estilo
neorománico, en una esquina de la plaza de Víctor Basc, construida a mitad del
XIX, según rezaba una placa en su entrada, y que, por lo que me dijo después
Juliette, se llama de Saint Pierre de Montrouge.
La
buhardilla donde vivía Juliette era, según me confesó, de un amigo mayor y
casado que apenas la usaba. Estaba en la calle Ville Fréderic Mistral. No tuve
dificultad para encontrarla, después de preguntar a una pareja de viejos,
porque desde la estación del metro de Boucicaut, estaba a poco más de
trescientos metros. Cuando abrió la puerta Juliette parecía nerviosa y
preocupada y supuse que fue por mi retraso. Nos abrazamos y besamos. Ninguno de
los dos habló de cenar, sin soltarnos nos fuimos arrastrando, beso a beso, hasta
la cama. Era una cama sin cabezal, con una tabla por somier y un gordo colchón
sobre el que nos hundimos. Juliette solo pareció tranquilizarse después de
haber tenido varios orgasmos. Como si viniésemos de correr una maratón,
relajados y más que tendidos, dejados caer, estuvimos en silencio y desnudos.
Nos quedamos durante un largo tiempo mirándonos a los ojos y como hipnotizado
por el brillo de sus pupilas, mientras mi pene, flácido, abandonaba las nalgas
de Juliette, me dormí. Creo que habíamos llegado a la conclusión, en el tiempo
que no nos habíamos visto, de que no solo teníamos el problema de hablar
lenguas distintas, también de tener circunstancias diferentes. Una dificultad que
se acrecienta cuando una de las dos es hombre y la otra mujer. La felicidad de
volverla a ver y el deseo de poseerla, cubrió aquel momento que hoy veo tan
evidente.
Recuerdo que
aquel día cuando desperté estaba solo y a través de la cristalera entraban tibios
y mortecinos rayos de sol que esparcían un color amarillo viejo. No pude
sustraerse al recuerdo de algunos días de finales de verano en mi tierra,
cuando en las últimas horas del día surge, casi de imprevisto, la repentina
tormenta que se adelanta al crepúsculo, en las cabeceras de los valles del este.
En un viejo reloj de cuco que adornaba la pared eran más de las seis de la
tarde y la esperaba. Empezaba a inquietarme porque había ido a casa de un amigo
y debía estar de vuelta yo. En caso contrario, me avisó, sería que pasaba la
noche con el amigo, como al parecer sucedió. En el transcurso de las tres
semanas que estuve en París, sucedió cuatro veces que dormí solo en la
buhardilla. Durante el resto de días salíamos cogidos de la mano, como dos
turistas recién casados y saltando de taxi a metro y de metro a taxi, recorríamos
numerosos barrios, siempre huyendo de la gente, difícil tarea ya que Juliette
se empeñó en enseñarme los monumentos clásicos de Paris. Cansados y divertidos,
solíamos almorzar en la cafetería Les Deux Magots, en pleno barrio de Sant
Germaine. Después, una siesta que alargábamos tanto que algunos días ya no
salíamos de la buhardilla.
Un día que amanecimos juntos, después de remolonear durante
dos horas en aquella cama de lana de oveja, de más de dos metros de ancha,
entre beso y beso me dijo: Hoy te voy a llevar a Nanterre y comeremos con un
amigo profesor que te puede contar historietas de las que te interesan a ti. Y
mientras se vestía, añadió: Además, a la noche te espera una sorpresa. Me hice
el sorprendido pero había visto los tickets y sabía dónde quería llevarme.
Preferí concederle la ilusión de que me sorprendería.
Bajamos, junto con numerosos grupos de estudiantes, en la
estación de metro La Defènse y caminamos un buen rato hasta el entonces nuevo
campus de Nanterre, en uno de cuyos jardines nos esperaba su amigo Jon. Amplios
edificios de diez plantas, jardines, campos de deportes, tenis y bibliotecas
amplias repletas de libros y de alumnos, tranquilos paseos de los estudiantes
por las avenidas y numerosas parejas cogidos de la mano o la cintura. Nada
hacía presagiar las hogueras y la furia revolucionaria que desde aquel campus
se expandiría en los próximos meses, incendiando al movimiento obrero y
popular. Jon tendría alrededor de los cincuenta años y lucía junto a unas
entradas, medio calvo, una barba larga descuidada, irregular. Enseñaba historia
moderna. Supe que era vasco, de Basauri y que llevaba en París desde el 39.
Poco antes del triunfo de la sublevación fascista, había huido con el gobierno
vasco, como asesor del Lehendakari y terminó sus estudios en la Sorbona.
Después de saludarnos, nos fuimos a un pequeño restaurante de la calle Raymond Barbet
para almorzar, y allí nos estaba esperando Chema, otro exiliado español que
llevaba pocos años viviendo en París y que dormía desde hacía unos meses en el
apartamento de Jon. Chema pertenecía a una organización comunista española que
tenía gente en España y estaba liberado por la organización. Tenía como campo
de trabajo político y captación la Universidad, no tanto para conseguir
prosélitos, pues había muy pocos españoles estudiando, como simpatizantes que
diesen ayuda económica a la lucha en el interior de España y dejasen casas de
apoyo y acogida para perseguidos por la dictadura fascista. Estuve hablando
casi exclusivamente con Chema, mientras Jon y Juliette hablaban de sus
historias que me parecieron personales hasta que apareció Szabina, una amiga
común, exiliada húngara que vivía en París desde la invasión de Praga por lo
tanques soviéticos en el 56, y a la que Jon le había conseguido unas clases
libres en su facultad. Al despedirnos Chema me dijo que tenía interés en hablar
conmigo y quedamos a la mañana siguiente en un pequeño bar de la rué Latran, a
escasos metros de la librería El Ruedo Ibérico. Me quede con las ganas de
hablar y conocer a Szabina. Además de ojos marrones y un cabello dócil y rubio como
de bebé, tenía un algo que la hacía atractiva. Al despedirnos oí que Juliette
quedó en llamarse con Szabina.
Por la noche,
Juliette se puso un pantalón vaquero azul claro y una camisa blanca con unos
flecos en la parte superior, a la altura de los pechos y una diadema sujetándole
los cabellos que le habían crecido. Me cogió de la mano y ya en la calle me
dijo: Ahora, la sorpresa. Bajamos en el metro Ópera, cenamos en un pequeño
restaurante de la calle Rué Auber y cerca ya del Teatro Olympia me preguntó si
me gustaba Sylvie Vartan. Recuerdo que en un tono pretencioso y pueblerino, del
que me arrepentí en seguida, le dije que sí, pero que prefería a Brassens o Brel. Ella pareció entender el
origen de mi boutade, me sonrió como enamorada y entramos al teatro. Me quedé
impresionado por la sensualidad, el erotismo, la rebeldía y la voz de aquella
adolescente que en verdad no conocía. Era increíble la cantidad de sugerencias
que con sus ademanes y su voz hacía llegar a la gente joven y de mediana edad
que llenaban el Olympia. A la salida tuve una discrepancia con Juliette, cuando
le dije que Sylvie me recordaba la Lolita de Nabokov, que habíamos leído ambos.
A Juliette le pareció una opinión absolutamente superficial porque la seducción
de Sylvie sobre sus admiradores provenía de la influencia de alguna
constelación particular propia y síntesis de una cultura francesa refinada,
absolutamente naif en su sentido más genuino y que se origina con el
impresionismo y daba un tono naíf a la postguerra, mientras que Lolita, según
la perfilaba Nabokov, dejaba traslucir en sus miradas inocentemente lascivas
las pulsiones biológicas de una adolescente que ocultan deseos e instintos que
igual que sobre un hombre se podrían proyectar sobre un rico bombón de
chocolate. Para Juliette no era un tema gratuito que Lolita fuese escrita por
un hombre a los cincuenta y seis años, claramente exasperado por la pérdida de
su capacidad, no solo de disfrutar de una sexualidad normativizada y un
erotismo estetizante, sino incapaz de entender el atractivo desenfadado de una
adolescente, salvo que fuese a través de su mortecina sexualidad que solo revive
mediante la perturbación que produce la transgresión. Supongo que yo entonces era
demasiado joven e inexperto para percibir que el peligro de envejecer, igual
que sucede con las sociedades, sigue una espiral, y ves pasar imágenes o hechos
que te recuerdan tu juventud, pero que los interpretas, no como los veías y
valorabas a los dieciocho años y pretendes creer que emocionalmente los recuerdas
como si sucedieran en presente mediante un trasplante mecánico, desprovisto del
contexto y los sentimientos que éste produjeron en aquella persona que un día fuimos.
En realidad sirve, más que para saber que pasó o pensabas, en qué situación
anímica te encuentras cuando recuerdas. Lo cierto es que seguí defendiendo la
opinión de que Nabokov cayó en esa trampa al escribir “Lolita”, lo cual me
parecía completamente natural y no creía que debiera desmerecer a los ojos de
los actuales lectores de este autor. Lo que no me parecía correcto ni tan
normal es que, la mayor parte de gente se instalase en la perspectiva de
Nabokov para valorar a las muchachas adolescentes que solo de lejos y de perfil
pueden tener algún parecido.
-IV-
Al día
siguiente acudí a la cita con Chema. Después de más de dos horas de charla y
varios cafés, casi todo el tiempo hablándome de literatura española, me regaló
un ejemplar de Furgón de Cola, de Juan Goytisolo, recién publicado y un sobre
amarillo gordo tamaño folio, que parecía llevar revistas dentro y que, tal como
habíamos quedado la tarde anterior, debía pasar la frontera. Eran originales
para reproducirlos en el interior del país. Aparte, en una caja mediana me dio
un pequeño aparato que usaban los zapateros para apretar los remaches de los
zapatos y cinturones de piel y que la resistencia en España, según me enteré
después, usaba para apretar los remaches que sujetaban las fotos del pasaporte
y otros documentos. El día, el lugar y la contraseña para entregar todo aquello
lo memoricé durante aquel día y el papel donde me lo escribió Chema lo dejé
metido dentro de un libro reciente de Althusser que tenía Juliette por encima
de la mesa, sin decirle nada a ella, solo por si, ya en España, se me olvidaba,
poder llamarla y decirle dónde estaba y que me la repitiese.
Todavía
estuve varios días con Juliette. Durante este tiempo pude reconsiderar el
motivo que me llevó a Paris y me dediqué a cuestionarlas todas. Si en un
principio creía que fue Juliette, después de varios días no hubiera sabido qué
decir. Ella parecía tan satisfecha de su labor de cicerone y a mi me absorbió
el mundo de la política española y latinoamericana en la emigración y en
seminarios y conferencias del recién nacido estructuralismo. Hasta se me olvidó
mi función de amante y no sé por qué, durante años continué creyendo que fui el
único que tuvo Juliette, en mi estancia en París. La poesía que un día pareció
nuestra cómplice, quedó apenas como un recuerdo. Me impactó sobremanera la
presentación de, “La revolución
teórica de Marx”, de Louis Althusser por él mismo, en una sede del PCF y a la
que asistieron muchísimos jóvenes de los que poco más de un año después, en
Mayo del 68, atacarían al PCF de burócrata y seguidista de la política de la
derecha francesa y de formar parte del establishment.
Para la edad que tenía, creo que demasiadas cosas me
asqueaban. A veces pensaba que si un día se resolvieran entraría en la
depresión subsiguiente y me obligaría a dilucidar a qué hemos venido a este
mundo y por qué. Tal vez por eso no tenía demasiada prisa en resolver el
problema. Tampoco tenía ninguna garantía de que realmente el problema tuviera
solución. Juliette era con su madurez
juvenil y sin necesidad de vestir ropa de boutique, una mujer elegante y
equilibrada. Era pura naturaleza virgen sin más afeites o aderezos, como el
agua fresca que vivifica por la mañana al mojarte la cara. Una atractiva
invitación a vivir la vida y a minimizar los problemas. Tuve que decirle, pese
a la dolce vita que vivía, que tenía que volver a España. Pese a que Juliette
corría con todos los gastos, no me quedaba dinero. Ni para el billete de vuelta. Ella se molestó y
me dijo que la estaba ofendiendo. Creo que era verdad que pensaba que iba a
vivir con ella como pareja. Tanto nos enfadamos que apenas nos dimos un beso y
nos dormimos.
Una de las
últimas mañanas, al despertarnos después de haber hecho el amor, Juliette, como
si viniera yo de una larga noche de placer que ella no sabía, me preguntó cómo
lo había pasado y sin el menor reparo le dije: Estuvo fantástico. Me salió un
ramalazo de sadismo que no pensé nunca que sería capaz, y menos con Juliette a
la que en verdad quería, y con el ánimo de ofenderla, o puede que como
queriéndola sacudir de aquella situación que arrastraba los últimos días, le
susurré: Sin duda, podrías ser la mejor puta de París. Juliette se limitó a
sonreír, me pareció que lo tomaba como un elogio de su belleza y sus
habilidades para el sexo y se me pareció que se quedó contenta. Me dio un beso
insistente y triste y se levantó a preparar el café y las tostadas. Puso en marcha
el tocadiscos y desayunamos oyendo el Concierto para violín de Beethoven. Desde
hacía unos días era la única música que oíamos. Cuando estaba terminando la
Sonata Rondo, Juliette se puso de pie, me rodeó con sus brazos por detrás, me
besó la cabeza y me dijo: Si tú quisieras podría ser tu puta. Me encantaría que
fueses mi macho. Quédate conmigo y seré tuya, haré lo que tú quieras. Será
fantástico y vivirás como un rey. Quise hacer como que no había oído nada, pero
me recorrió el cuerpo un fogonazo y enervado la abracé, la besé, casi la mordí
en la boca, la eché bruscamente sobre el colchón, la desnudé a tirones y la
violenté por todo su cuerpo, sin atender a sus gemidos mezcla de dolor y placer.
Ella quedo extenuada y se durmió. Yo triste, derrotado y tendido hasta que poco
a poco también me dormí. Cuando desperté, Juliette estaba deslizando sus labios
por todo mi cuerpo, como si el magullado hubiera sido yo.
La última
noche que pasé en París, con el billete de tren para las diez de la noche del
día siguiente en el bolsillo, después de cenar con Juliette en la buhardilla,
se estableció un largo y tenso silencio entre ambos. Parecía como si tuviéramos
miedo de decir cualquier impertinencia que malograse la felicidad que habíamos
disfrutado en aquellas semanas. A la vez la situación exigía despedirse
adecuadamente. Los dos queríamos minimizar que cualquier circunstancia o
palabra inadecuada, tiempo después fuese un motivo de un recuerdo desgraciado. No era fácil tratar
con unas pocas palabras de hacer balance de aquella relación, encontrar las
palabras justas, sin excesos voluntaristas ni remilgos, de decirse a la cara lo
que cada cual había sentido máximo cuando apenas se tiene ordenado. Recuerdo
como si fuera ahora, que Juliette tenía los ojos enrojecidos y fumaba sin parar,
sorbiendo de vez en cuando lo que quedaba de la segunda botella del tinto que
habíamos tomado para cenar. Como suelo hacer en estas ocasiones, hice el
ridículo y rompí el silencio con la ridícula y socorrida frase de, he sido muy
feliz y siempre te recordaré. Supongo que ella entendió que no sabía cómo salir.
Pero tal vez fue una premonición que ambos intuíamos. Me quedé seco.
La
imaginación tiene los límites en la misma realidad de la que nace, que no puede
ir más allá de la combinación de elementos reales, solo que dispuestos de
manera más o menos arbitraria o imaginativa. Poco más. En este sentido cada
artista lo único que hace es añadir nuevas combinaciones de lo ya existente,
nuevos ordenamientos de la realidad mediante la división, multiplicación o suma.
Así, el pintor mezcla colores que existen buscando nuevos efectos ópticos, otro
tanto el músico con las notas y el poeta busca nuevos significados jugando con la
posibilidad de ampliar cualidades. Pero nada de todo esto lo sabía entonces. Ninguno
de los dos insistimos en recordar escenas de alta temperatura al despertarnos.
Llegamos a la estación de Austerlitz con tiempo suficiente. Tuvimos tiempo de
tomar un café y guardar largos silencios. Creo que ninguno sabía cómo
despedirse. Diez minutos antes de que fuese la hora de salida, compré Le Monde
en el kiosco, nos dimos un beso en el andén titubeando si en la mejilla o en
los labios y me subí al tren. Como casi siempre, también entonces la mujer fue
más valiente o descarada y Juliette me dijo: No te preocupes, te escribiré y
mandaré una postal indicándote cuando voy. Asomado a la ventana, me despedí con
el convencimiento de que en París-Austerlitz
dejaba atrás una importante etapa de mi vida.
Durante el
trayecto hasta Montpellier tuve tiempo de pensar y hacer un pequeño balance de
los acontecimientos, pequeños todos, creía entonces. En realidad, ¿de qué se
llena una vida sino de pequeños acontecimientos? Poco antes de llegar a
Montpellier me pudo la curiosidad y el temor y abrí con cuidado el pesado
sobre. Llevaba ejemplares del unas revistas ciclostiladas, “Zutik”, y “Revolta”.
A punto estuve de lanzar el sobre por la ventanilla del wáter, pero no cabía,
llamaban a la puerta y decidí ser valiente. Pocos kilómetros después de Port
Bou, pasaron unos guardias civiles pidiendo documentación y, en algún caso,
solicitando ver las maletas. Me pareció que tenía suerte porque no registraron
las mías. Cuando llegué a la estación de destino, busqué el bar en el que tenía
que entregar el paquete y en el mostrador identifiqué, por su vestimenta, al
joven que debía recogerlo que resultó llamarse Ernesto. Le di la contraseña y
me contestó correctamente. Terminó con un sorbo su café y salimos a la calle, donde
nos estaban esperando cuatro agentes de la brigada político-social que nos
esposaron y llevaron a comisaría.
Al parecer
hacía tiempo que lo seguía la bofia y tenían hecho el organigrama, a falta del
que daba las directrices o jefe. La redada de antifascistas fue de decenas. Con
mi detención la bofia creyó que les solucionaba el problema. Con corrientes
eléctricas en los testículos y con los pies mojados, un par de bañeras y alguna que otra paliza, procurando no dejar
moratones, trataron de convencerme de que confesara. Maltrecho aguanté las
torturas y, afortunadamente, solo pude confesar lo que sabía que no les sirvió
de nada. No se creyeron la verdadera versión, les parecía demasiado simple. Después
de trece días en los sótanos de la comisaría central, torturados y hambrientos,
nos llevaron a la cárcel Modelo a los últimos detenidos.
Durante los
cuatro años que estuve en la cárcel, a partir del segundo mes, sin falta, me
llegaba desde Francia un giro de dinero. Con él, no solo yo aliviaba las
penurias de la prisión, lo repartíamos en una especie de comuna que entre los
presos políticos teníamos, algunos de los cuales no recibían nada. Nunca
supimos de quien era, ni por qué lo hacía, pero lo cierto es que empezó a
llegar cuando yo fui detenido y dejó de hacerlo cuando salí en libertad,
cumplidos los cuatro años de condena. Creo que, sinceramente, fue cosa de
Juliette y sus amantes. Fue mi amor y una noble y maravillosa puta
revolucionaria.