domingo




LA PUTA
REVOLUCIONARIA



José Garés Crespo.



                                               -I-
                                     
Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat Generation hasta The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización. Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros, imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría, terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía, alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que explicaba las detenciones y torturas de los detenidos.
Juliette apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando conversar con ella chapurreando el francés mientras esperábamos que empezaran los discursos. A los primeros gritos de alarma que oímos, cogí de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras de mí nos escondimos en una de las aulas de la parte superior, echados debajo de una gran mesa de reuniones.
Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora, continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer.
Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la elaboración de ideas y pensamientos.
Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña, cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas, vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un bazar. Calzaba mocasines siempre.
La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos, varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad. Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día.
A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas. Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza, montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas, detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco.
Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible. Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo.
Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo: Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida, los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase.
Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor que trascendiese al sexo.
Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme. Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por todo lo contrario por como terminó la historia.
Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño.
Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”. Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche  habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces, otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo.
A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón. En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba. Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva.
A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas. Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas, cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como novios.


                                      -II-

Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios, separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente. Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama, habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles, acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A. Machado, dos poemas de  Miguel y otros dos míos, y terminaba con un cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del dictador Franco.
A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse, decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo el entramado social.
Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette, que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado y encantador.
Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció Domingo, el hijo de papá inevitable, que existe en todo grupo que se precie, con un ejemplar de la última edición de Historia de las Literaturas de Vanguardia, de Guillermo de Torre. A las dos semanas habían diversos debates cruzados entre quienes se decantaban por el ultraísmo, el futurismo o el surrealismo que fue quien más adeptos tuvo, probablemente por ser mucho más fácil de imitar y el más difícil de descalificar, porque resultaba muy difícil rebatir el contenido simbólico del subconsciente que se mostraba en un poema. El otro, que nos situó frente a la realidad de lo que éramos fue la aparición de la revista literaria “La Caña Gris”. Los debates, en algunos casos tomaron gran virulencia y fueron la puntilla del fin de la tertulia.
Fue Renato, el más sensato de todos nosotros porque tenía el futuro más seguro, el que descalifico la mayoría de los ismos reiterando la tesis de Valèry, en lo que parecía el primer cambio en lo que pasaría a ser el paso del modernismo a la poesía postmodernista, saltando sobre las vanguardias de primeros de siglo. Según Renato, hasta entonces la poesía se presentaba en cada poema, con un primer verso que condicionaba el resto del poema de manera que los versos siguientes eran el desarrollo del primer verso, pero a partir de ahora, el poema era la expresión de un sentimiento confuso que iba dando rodeos y era el verso final el que cerraba y trataba de dar la coherencia, caso de tenerla, al resto del poema que precedía. El poema pasaba a ser un caos de significación que obtenía el orden y la lógica con el verso final, el cual no estaba prederminado sino que era uno de los múltiples posibles. Tal vez fue una coincidencia, o quizás no. Lo cierto es que en aquellos años la política de la izquierda, por supuesto en la clandestinidad, era tan prolífica como cuarenta años antes lo fue la literatura. Si en la literatura hizo explosión el modernismo en los 20, en la izquierda lo hizo en el 56 el XX Congreso del PCUS.
A las pocas semanas de su estancia, a Juliette se le terminaba el dinero y tuvo que volver a París donde residía, daba clases y tenía algunos amigos que la ayudaban. Pero antes de despedirse, en una cena a solas conmigo, me invitó a pasar unos días en su buhardilla de París. Me confesó que se estaba enamorando de mí, que se sentía muy cómoda a mi lado porque llenaba muchos de los vacíos que su vida y su cuerpo tenían. Se me ocurrió decir que podría buscarle trabajo y podríamos estar juntos, pero me dijo que ella no podía trabajar aquí, que sería muy difícil estando los dos juntos. Entonces creo que me equivoqué y pensé que en el fondo no quería. Ahora creo que sí que estuvo enamorada de mí, hace años que cambié de parecer. Acostumbrado por mi corta experiencia y los comentarios de amigos, a que el amor fuese un haz de pasiones revueltas y contradictorias, que necesariamente van cogidos de la mano de un estado de ánimo febril, que Juliette calificase de cómoda su situación sentimental de enamorada de mí, también me extrañó.
Hasta entonces siempre, o casi siempre, sabía por qué llegaba a la cama con una mujer, pero me resultaba difícil, casi imposible, saber cuál era el motivo por el que ellas me acompañaban, más allá del placer, habida cuenta de que éste era siempre el de menor importancia. O eso me parecía. Notaba que no era lo mismo lo que yo sentía y por lo qué me acostaba con una mujer, que lo que sentían ellas, antes y en el transcurso del acto. Llegaba a entender que compartíamos un parecido placer, aún así con evidentes diferencias, pero no era esta emoción que compartía en cierta medida lo que me hacía pensar. Era que, por entonces, no encontraba ninguna explicación de tipo biológico que pudiera esclarecer la presencia de dos formas culturales en las que parecían apoyarse las diferencias, distintas en un mismo tiempo, y a la vez reforzándose una a la otra de manera que perviven las divergencias producidas por una misma historia vivida desde dos roles distintos. De tal suerte que, mientras me sentía realizado y satisfecho, biológica y sentimentalmente pero sin poner en juego mi proyecto de vida, del resto de mi vida, tan ancha y poco definida entonces, una mujer en cambio me parecía que con cada encuentro amoroso consciente, marcaba de manera importante y parecía colmar y tocar el fin último e importante de su vida. Por lo que yo sé ahora, creo que en la mayoría de casos los hombres, cuando tienen sexo sin amor, es decir, cuando el macho se desprende del envoltorio cultural con el que camina, apenas hay caricias previas y la eyaculación suele ir seguida por un efecto rebote de huida. La pasión y el deseo, móvil previo, se convierte de repente en desaliento y en algunos casos hasta tristeza, como el ladrón principiante que terminado el riesgo del robo, le entran ganas de devolver lo robado. Por eso la primera noche, cuando en su casita de la playa, nos sorprendió el amanecer, desnudos y despiertos, continué besándola y acariciándola, supe que con Juliette podía ser diferente.



-III-  


Llegué a París cerca de las nueve de la mañana. Para mi gente, en aquellos años, París era el centro cultural de Europa. También era la generosa ciudad que acogía a la mayoría de intelectuales, políticos y artistas perseguidos por el franquismo. París era no solo el norte de un país democrático y capitalista, era también la capital de un sur en el que trabajaban miles de españoles, temporeros o no, y de cuyos ahorros vivía la familia que quedó en España y se llenaban de divisas las arcas del régimen franquista. Por las calles de París combatieron antifascistas españoles encuadrados en la Nueve Compañía del Ejército Popular Republicano en Agosto de 1944, hasta liberarla de los nazis. Paris también era donde residían la mayor parte de los aparatos clandestinos de las grupos políticos de la lucha antifascista que resistían a la espera de que cayera la dictadura y orientaban las luchas en contra del franquismo, y desde donde se suministraba propaganda y en algunas ocasiones armas.
Bajé del tren en la estación de París-Austerlitz. Compré Le Figaro y leí titulares con el poco francés que sabía. Estuve cerca de una hora metido en el metro, sentado y mirando a la gente subir y bajar. Tenía tiempo y mirar es un ejercicio que aun hoy me sugestiona. Desde aquel anonimato, podía mirar todo sin vergüenza ninguna. Un buen rato después, ya subido al metro y sentado, en una de tantas veces que la gente subía y bajaba en una estación, subió mucha más gente que bajó y a la altura de mi cara, una mujer de buen ver, muy emperifollada y con varios collares que le cubrían las leves arrugas del cuello, puso su trasero a la altura de mi cara obligándome a mirar hacia otro lado, lo que me obligó, afortunadamente, a que viese que la próxima estación era mi destino. Me bajé en Alésia y en la bocacalle abordé a una señora de unos cincuenta años, perfectamente vestida como para estar sentada en cualquier oficina y formar parte del paisaje sin desentonar. Intenté que me indicase el camino a seguir. Con un castellano malísimo de ella, el peor francés mío y la ayuda de un mapa del metro que había en un panel, al que me acompañó la señora amablemente, pudo indicarme los cambios que tenía que hacer para llegar a mi destino que era la estación de Boucicaut, en plena Avenida de la Convención. La mujer me miró con curiosidad y supe que se equivocaba respecto a mi procedencia y el motivo de mi visita a París. Se hacía tarde y aunque hacía sol estaba cansado pero opté, sabiendo lo cerca que estaba mi destino, por pasear unos metros y sentarme en un banco de hierro, a la sombra de una iglesia de estilo neorománico, en una esquina de la plaza de Víctor Basc, construida a mitad del XIX, según rezaba una placa en su entrada, y que, por lo que me dijo después Juliette, se llama de Saint Pierre de Montrouge.
La buhardilla donde vivía Juliette era, según me confesó, de un amigo mayor y casado que apenas la usaba. Estaba en la calle Ville Fréderic Mistral. No tuve dificultad para encontrarla, después de preguntar a una pareja de viejos, porque desde la estación del metro de Boucicaut, estaba a poco más de trescientos metros. Cuando abrió la puerta Juliette parecía nerviosa y preocupada y supuse que fue por mi retraso. Nos abrazamos y besamos. Ninguno de los dos habló de cenar, sin soltarnos nos fuimos arrastrando, beso a beso, hasta la cama. Era una cama sin cabezal, con una tabla por somier y un gordo colchón sobre el que nos hundimos. Juliette solo pareció tranquilizarse después de haber tenido varios orgasmos. Como si viniésemos de correr una maratón, relajados y más que tendidos, dejados caer, estuvimos en silencio y desnudos. Nos quedamos durante un largo tiempo mirándonos a los ojos y como hipnotizado por el brillo de sus pupilas, mientras mi pene, flácido, abandonaba las nalgas de Juliette, me dormí. Creo que habíamos llegado a la conclusión, en el tiempo que no nos habíamos visto, de que no solo teníamos el problema de hablar lenguas distintas, también de tener circunstancias diferentes. Una dificultad que se acrecienta cuando una de las dos es hombre y la otra mujer. La felicidad de volverla a ver y el deseo de poseerla, cubrió aquel momento que hoy veo tan evidente.
Recuerdo que aquel día cuando desperté estaba solo y a través de la cristalera entraban tibios y mortecinos rayos de sol que esparcían un color amarillo viejo. No pude sustraerse al recuerdo de algunos días de finales de verano en mi tierra, cuando en las últimas horas del día surge, casi de imprevisto, la repentina tormenta que se adelanta al crepúsculo, en las cabeceras de los valles del este. En un viejo reloj de cuco que adornaba la pared eran más de las seis de la tarde y la esperaba. Empezaba a inquietarme porque había ido a casa de un amigo y debía estar de vuelta yo. En caso contrario, me avisó, sería que pasaba la noche con el amigo, como al parecer sucedió. En el transcurso de las tres semanas que estuve en París, sucedió cuatro veces que dormí solo en la buhardilla. Durante el resto de días salíamos cogidos de la mano, como dos turistas recién casados y saltando de taxi a metro y de metro a taxi, recorríamos numerosos barrios, siempre huyendo de la gente, difícil tarea ya que Juliette se empeñó en enseñarme los monumentos clásicos de Paris. Cansados y divertidos, solíamos almorzar en la cafetería Les Deux Magots, en pleno barrio de Sant Germaine. Después, una siesta que alargábamos tanto que algunos días ya no salíamos de la buhardilla.
Un día que amanecimos juntos, después de remolonear durante dos horas en aquella cama de lana de oveja, de más de dos metros de ancha, entre beso y beso me dijo: Hoy te voy a llevar a Nanterre y comeremos con un amigo profesor que te puede contar historietas de las que te interesan a ti. Y mientras se vestía, añadió: Además, a la noche te espera una sorpresa. Me hice el sorprendido pero había visto los tickets y sabía dónde quería llevarme. Preferí concederle la ilusión de que me sorprendería.
Bajamos, junto con numerosos grupos de estudiantes, en la estación de metro La Defènse y caminamos un buen rato hasta el entonces nuevo campus de Nanterre, en uno de cuyos jardines nos esperaba su amigo Jon. Amplios edificios de diez plantas, jardines, campos de deportes, tenis y bibliotecas amplias repletas de libros y de alumnos, tranquilos paseos de los estudiantes por las avenidas y numerosas parejas cogidos de la mano o la cintura. Nada hacía presagiar las hogueras y la furia revolucionaria que desde aquel campus se expandiría en los próximos meses, incendiando al movimiento obrero y popular. Jon tendría alrededor de los cincuenta años y lucía junto a unas entradas, medio calvo, una barba larga descuidada, irregular. Enseñaba historia moderna. Supe que era vasco, de Basauri y que llevaba en París desde el 39. Poco antes del triunfo de la sublevación fascista, había huido con el gobierno vasco, como asesor del Lehendakari y terminó sus estudios en la Sorbona. Después de saludarnos, nos fuimos a un pequeño restaurante de la calle Raymond Barbet para almorzar, y allí nos estaba esperando Chema, otro exiliado español que llevaba pocos años viviendo en París y que dormía desde hacía unos meses en el apartamento de Jon. Chema pertenecía a una organización comunista española que tenía gente en España y estaba liberado por la organización. Tenía como campo de trabajo político y captación la Universidad, no tanto para conseguir prosélitos, pues había muy pocos españoles estudiando, como simpatizantes que diesen ayuda económica a la lucha en el interior de España y dejasen casas de apoyo y acogida para perseguidos por la dictadura fascista. Estuve hablando casi exclusivamente con Chema, mientras Jon y Juliette hablaban de sus historias que me parecieron personales hasta que apareció Szabina, una amiga común, exiliada húngara que vivía en París desde la invasión de Praga por lo tanques soviéticos en el 56, y a la que Jon le había conseguido unas clases libres en su facultad. Al despedirnos Chema me dijo que tenía interés en hablar conmigo y quedamos a la mañana siguiente en un pequeño bar de la rué Latran, a escasos metros de la librería El Ruedo Ibérico. Me quede con las ganas de hablar y conocer a Szabina. Además de ojos marrones y un cabello dócil y rubio como de bebé, tenía un algo que la hacía atractiva. Al despedirnos oí que Juliette quedó en llamarse con Szabina.
Por la noche, Juliette se puso un pantalón vaquero azul claro y una camisa blanca con unos flecos en la parte superior, a la altura de los pechos y una diadema sujetándole los cabellos que le habían crecido. Me cogió de la mano y ya en la calle me dijo: Ahora, la sorpresa. Bajamos en el metro Ópera, cenamos en un pequeño restaurante de la calle Rué Auber y cerca ya del Teatro Olympia me preguntó si me gustaba Sylvie Vartan. Recuerdo que en un tono pretencioso y pueblerino, del que me arrepentí en seguida, le dije que sí, pero que prefería a Brassens o Brel. Ella pareció entender el origen de mi boutade, me sonrió como enamorada y entramos al teatro. Me quedé impresionado por la sensualidad, el erotismo, la rebeldía y la voz de aquella adolescente que en verdad no conocía. Era increíble la cantidad de sugerencias que con sus ademanes y su voz hacía llegar a la gente joven y de mediana edad que llenaban el Olympia. A la salida tuve una discrepancia con Juliette, cuando le dije que Sylvie me recordaba la Lolita de Nabokov, que habíamos leído ambos. A Juliette le pareció una opinión absolutamente superficial porque la seducción de Sylvie sobre sus admiradores provenía de la influencia de alguna constelación particular propia y síntesis de una cultura francesa refinada, absolutamente naif en su sentido más genuino y que se origina con el impresionismo y daba un tono naíf a la postguerra, mientras que Lolita, según la perfilaba Nabokov, dejaba traslucir en sus miradas inocentemente lascivas las pulsiones biológicas de una adolescente que ocultan deseos e instintos que igual que sobre un hombre se podrían proyectar sobre un rico bombón de chocolate. Para Juliette no era un tema gratuito que Lolita fuese escrita por un hombre a los cincuenta y seis años, claramente exasperado por la pérdida de su capacidad, no solo de disfrutar de una sexualidad normativizada y un erotismo estetizante, sino incapaz de entender el atractivo desenfadado de una adolescente, salvo que fuese a través de su mortecina sexualidad que solo revive mediante la perturbación que produce la transgresión. Supongo que yo entonces era demasiado joven e inexperto para percibir que el peligro de envejecer, igual que sucede con las sociedades, sigue una espiral, y ves pasar imágenes o hechos que te recuerdan tu juventud, pero que los interpretas, no como los veías y valorabas a los dieciocho años y pretendes creer que emocionalmente los recuerdas como si sucedieran en presente mediante un trasplante mecánico, desprovisto del contexto y los sentimientos que éste produjeron en aquella persona que un día fuimos. En realidad sirve, más que para saber que pasó o pensabas, en qué situación anímica te encuentras cuando recuerdas. Lo cierto es que seguí defendiendo la opinión de que Nabokov cayó en esa trampa al escribir “Lolita”, lo cual me parecía completamente natural y no creía que debiera desmerecer a los ojos de los actuales lectores de este autor. Lo que no me parecía correcto ni tan normal es que, la mayor parte de gente se instalase en la perspectiva de Nabokov para valorar a las muchachas adolescentes que solo de lejos y de perfil pueden tener algún parecido.



-IV-

Al día siguiente acudí a la cita con Chema. Después de más de dos horas de charla y varios cafés, casi todo el tiempo hablándome de literatura española, me regaló un ejemplar de Furgón de Cola, de Juan Goytisolo, recién publicado y un sobre amarillo gordo tamaño folio, que parecía llevar revistas dentro y que, tal como habíamos quedado la tarde anterior, debía pasar la frontera. Eran originales para reproducirlos en el interior del país. Aparte, en una caja mediana me dio un pequeño aparato que usaban los zapateros para apretar los remaches de los zapatos y cinturones de piel y que la resistencia en España, según me enteré después, usaba para apretar los remaches que sujetaban las fotos del pasaporte y otros documentos. El día, el lugar y la contraseña para entregar todo aquello lo memoricé durante aquel día y el papel donde me lo escribió Chema lo dejé metido dentro de un libro reciente de Althusser que tenía Juliette por encima de la mesa, sin decirle nada a ella, solo por si, ya en España, se me olvidaba, poder llamarla y decirle dónde estaba y que me la repitiese.
Todavía estuve varios días con Juliette. Durante este tiempo pude reconsiderar el motivo que me llevó a Paris y me dediqué a cuestionarlas todas. Si en un principio creía que fue Juliette, después de varios días no hubiera sabido qué decir. Ella parecía tan satisfecha de su labor de cicerone y a mi me absorbió el mundo de la política española y latinoamericana en la emigración y en seminarios y conferencias del recién nacido estructuralismo. Hasta se me olvidó mi función de amante y no sé por qué, durante años continué creyendo que fui el único que tuvo Juliette, en mi estancia en París. La poesía que un día pareció nuestra cómplice, quedó apenas como un recuerdo. Me impactó sobremanera la presentación de, “La revolución teórica de Marx”, de Louis Althusser por él mismo, en una sede del PCF y a la que asistieron muchísimos jóvenes de los que poco más de un año después, en Mayo del 68, atacarían al PCF de burócrata y seguidista de la política de la derecha francesa y de formar parte del establishment.
Para la edad que tenía, creo que demasiadas cosas me asqueaban. A veces pensaba que si un día se resolvieran entraría en la depresión subsiguiente y me obligaría a dilucidar a qué hemos venido a este mundo y por qué. Tal vez por eso no tenía demasiada prisa en resolver el problema. Tampoco tenía ninguna garantía de que realmente el problema tuviera solución. Juliette era con su madurez juvenil y sin necesidad de vestir ropa de boutique, una mujer elegante y equilibrada. Era pura naturaleza virgen sin más afeites o aderezos, como el agua fresca que vivifica por la mañana al mojarte la cara. Una atractiva invitación a vivir la vida y a minimizar los problemas. Tuve que decirle, pese a la dolce vita que vivía, que tenía que volver a España. Pese a que Juliette corría con todos los gastos, no me quedaba dinero. Ni  para el billete de vuelta. Ella se molestó y me dijo que la estaba ofendiendo. Creo que era verdad que pensaba que iba a vivir con ella como pareja. Tanto nos enfadamos que apenas nos dimos un beso y nos dormimos.
Una de las últimas mañanas, al despertarnos después de haber hecho el amor, Juliette, como si viniera yo de una larga noche de placer que ella no sabía, me preguntó cómo lo había pasado y sin el menor reparo le dije: Estuvo fantástico. Me salió un ramalazo de sadismo que no pensé nunca que sería capaz, y menos con Juliette a la que en verdad quería, y con el ánimo de ofenderla, o puede que como queriéndola sacudir de aquella situación que arrastraba los últimos días, le susurré: Sin duda, podrías ser la mejor puta de París. Juliette se limitó a sonreír, me pareció que lo tomaba como un elogio de su belleza y sus habilidades para el sexo y se me pareció que se quedó contenta. Me dio un beso insistente y triste y se levantó a preparar el café y las tostadas. Puso en marcha el tocadiscos y desayunamos oyendo el Concierto para violín de Beethoven. Desde hacía unos días era la única música que oíamos. Cuando estaba terminando la Sonata Rondo, Juliette se puso de pie, me rodeó con sus brazos por detrás, me besó la cabeza y me dijo: Si tú quisieras podría ser tu puta. Me encantaría que fueses mi macho. Quédate conmigo y seré tuya, haré lo que tú quieras. Será fantástico y vivirás como un rey. Quise hacer como que no había oído nada, pero me recorrió el cuerpo un fogonazo y enervado la abracé, la besé, casi la mordí en la boca, la eché bruscamente sobre el colchón, la desnudé a tirones y la violenté por todo su cuerpo, sin atender a sus gemidos mezcla de dolor y placer. Ella quedo extenuada y se durmió. Yo triste, derrotado y tendido hasta que poco a poco también me dormí. Cuando desperté, Juliette estaba deslizando sus labios por todo mi cuerpo, como si el magullado hubiera sido yo.
La última noche que pasé en París, con el billete de tren para las diez de la noche del día siguiente en el bolsillo, después de cenar con Juliette en la buhardilla, se estableció un largo y tenso silencio entre ambos. Parecía como si tuviéramos miedo de decir cualquier impertinencia que malograse la felicidad que habíamos disfrutado en aquellas semanas. A la vez la situación exigía despedirse adecuadamente. Los dos queríamos minimizar que cualquier circunstancia o palabra inadecuada, tiempo después fuese un motivo  de un recuerdo desgraciado. No era fácil tratar con unas pocas palabras de hacer balance de aquella relación, encontrar las palabras justas, sin excesos voluntaristas ni remilgos, de decirse a la cara lo que cada cual había sentido máximo cuando apenas se tiene ordenado. Recuerdo como si fuera ahora, que Juliette tenía los ojos enrojecidos y fumaba sin parar, sorbiendo de vez en cuando lo que quedaba de la segunda botella del tinto que habíamos tomado para cenar. Como suelo hacer en estas ocasiones, hice el ridículo y rompí el silencio con la ridícula y socorrida frase de, he sido muy feliz y siempre te recordaré. Supongo que ella entendió que no sabía cómo salir. Pero tal vez fue una premonición que ambos intuíamos. Me quedé seco.
La imaginación tiene los límites en la misma realidad de la que nace, que no puede ir más allá de la combinación de elementos reales, solo que dispuestos de manera más o menos arbitraria o imaginativa. Poco más. En este sentido cada artista lo único que hace es añadir nuevas combinaciones de lo ya existente, nuevos ordenamientos de la realidad mediante la división, multiplicación o suma. Así, el pintor mezcla colores que existen buscando nuevos efectos ópticos, otro tanto el músico con las notas y el poeta busca nuevos significados jugando con la posibilidad de ampliar cualidades. Pero nada de todo esto lo sabía entonces. Ninguno de los dos insistimos en recordar escenas de alta temperatura al despertarnos. Llegamos a la estación de Austerlitz con tiempo suficiente. Tuvimos tiempo de tomar un café y guardar largos silencios. Creo que ninguno sabía cómo despedirse. Diez minutos antes de que fuese la hora de salida, compré Le Monde en el kiosco, nos dimos un beso en el andén titubeando si en la mejilla o en los labios y me subí al tren. Como casi siempre, también entonces la mujer fue más valiente o descarada y Juliette me dijo: No te preocupes, te escribiré y mandaré una postal indicándote cuando voy. Asomado a la ventana, me despedí con el convencimiento de que en París-Austerlitz dejaba atrás una importante etapa de mi vida.
Durante el trayecto hasta Montpellier tuve tiempo de pensar y hacer un pequeño balance de los acontecimientos, pequeños todos, creía entonces. En realidad, ¿de qué se llena una vida sino de pequeños acontecimientos? Poco antes de llegar a Montpellier me pudo la curiosidad y el temor y abrí con cuidado el pesado sobre. Llevaba ejemplares del unas revistas ciclostiladas, “Zutik”, y “Revolta”. A punto estuve de lanzar el sobre por la ventanilla del wáter, pero no cabía, llamaban a la puerta y decidí ser valiente. Pocos kilómetros después de Port Bou, pasaron unos guardias civiles pidiendo documentación y, en algún caso, solicitando ver las maletas. Me pareció que tenía suerte porque no registraron las mías. Cuando llegué a la estación de destino, busqué el bar en el que tenía que entregar el paquete y en el mostrador identifiqué, por su vestimenta, al joven que debía recogerlo que resultó llamarse Ernesto. Le di la contraseña y me contestó correctamente. Terminó con un sorbo su café y salimos a la calle, donde nos estaban esperando cuatro agentes de la brigada político-social que nos esposaron y llevaron a comisaría.
Al parecer hacía tiempo que lo seguía la bofia y tenían hecho el organigrama, a falta del que daba las directrices o jefe. La redada de antifascistas fue de decenas. Con mi detención la bofia creyó que les solucionaba el problema. Con corrientes eléctricas en los testículos y con los pies mojados, un par de bañeras  y alguna que otra paliza, procurando no dejar moratones, trataron de convencerme de que confesara. Maltrecho aguanté las torturas y, afortunadamente, solo pude confesar lo que sabía que no les sirvió de nada. No se creyeron la verdadera versión, les parecía demasiado simple. Después de trece días en los sótanos de la comisaría central, torturados y hambrientos, nos llevaron a la cárcel Modelo a los últimos detenidos.
Durante los cuatro años que estuve en la cárcel, a partir del segundo mes, sin falta, me llegaba desde Francia un giro de dinero. Con él, no solo yo aliviaba las penurias de la prisión, lo repartíamos en una especie de comuna que entre los presos políticos teníamos, algunos de los cuales no recibían nada. Nunca supimos de quien era, ni por qué lo hacía, pero lo cierto es que empezó a llegar cuando yo fui detenido y dejó de hacerlo cuando salí en libertad, cumplidos los cuatro años de condena. Creo que, sinceramente, fue cosa de Juliette y sus amantes. Fue mi amor y una noble y maravillosa puta revolucionaria.






NATHALIE.
José Garés Crespo
-I-

Supongo que algo tuvo que ver la hora. El caso es que eran cerca de las once de la noche de un día laborable y encontré aparcamiento con facilidad. Pero, ya se sabe, nada es perfecto y pese a que llovía al salir de casa, se me olvidó el paraguas, de manera que, aunque el club estaba a tan solo doscientos metros de donde aparqué, la lluvia tuvo tiempo de mojarme suavemente.
Aquella noche me encontraba solo. Mi esposa había tenido que viajar a la capital y no volvería hasta el día siguiente. Hacía tiempo que las ausencias, de uno y también del otro, funcionaban como un bálsamo para quien se quedaba en el hogar familiar. Aburrido y cansado, tratando de perder tiempo para que me venciese el sueño, salí a tomar una copa sin saber a dónde ir. Recordé que hacía tiempo que quería visitar un bar-club donde solían tocar algunas bandas y que, según me habían dicho, tenía un ambiente agradable, un tanto bohemio y con gente joven.
Aquel fue el escenario de mi reencuentro con Julio, después de no verlo durante varios años. Inicialmente fue un motivo de alegría que me hizo recordar momentos vividos y casi olvidados. Podría considerarse que, sin haber sido lo que se dice amigos, tal vez por la diferencia de edad, tuvimos una relación suficiente para conocerlo bien, o eso creía. Puede que realmente lo conociese y se me olvidó con el tiempo, quién sabe.  Se diría que somos tantos como situaciones vivimos, aunque alguna característica trascienda desde los genes y permanezca más allá de las secuencias del día a día.
Lo encontré inmerso en ese estado vaporoso, confuso y sentimental que provoca que nuestra mente de vueltas y más vueltas, como una noria, ensanchándose aquéllas hasta casi diluirse en la nada y de repente se estrechan y se revuelven sobre su origen hasta casi agobiarte. Me confesó que cuando se encontraba así, procuraba visitar aquel club, que si bien no tenía nada que ver con El Minton's Playhouse de Harlem,  era el único que había en la ciudad con un ambiente apropiado para emborracharse sintiéndose acompañado, aunque no siempre fuese por alguien conocido. Era, probablemente, el único tugurio adecuado. Después de saludarnos con un abrazo, pedir un Jack Daniels y saborearlo, Julio pareció ausentarse quedándose abstraído mientras sonaba un solo de batería que duró cerca de dos minutos. Julio no volvió a la realidad hasta que volvió con fuerza el contrabajo, en un intento por sugerir una melodía propia que fue suavemente tomando cuerpo y expandiéndose, igual que si de dos melodías se tratase, empastadas una en la otra y sueltas al mismo tiempo. Pude observar cómo Julio y sus extremidades, sin apenas moverse, se integraban definitivamente al centro melódico de la pieza con la incorporación de la trompeta que, limpia y avasalladora, fue llenando todos los rincones del salón, arrinconando y dejando en el lugar que les correspondía a la batería y al contrabajo. Julio, que intentaba marcar el compás con el pie derecho, paralelamente al ritmo que marcaba la batería, se deslizó, planeando sobre la realidad, hasta dejar el vaso sobre la mesa despertando y regalándome una sonrisa. Recordé que, en algunas ocasiones, tenía una extraña manera de mirar, arrugando el entrecejo y observándote por debajo de las pestañas.
El club estaba medio vacío. Tenía las paredes enmoquetadas con una tela azul oscuro que no supe por qué, pero me recordaba los interiores de la habitación del chalet de mí prima. Tuve la impresión de que Julio no volvía a la realidad en un sentido estricto, que sería lo mismo que decir que mantenía en activo toda su historia; pensé que lo más probable era que en aquellos momentos le fuese imposible soportar tanta carga. Me refiero a la última realidad, minúscula como todos los últimos episodios de la vida o la historia, según se quiera ver, aquella que, según supe después, desde hacia unas semanas le ocupaba mentalmente, de día y de noche, hasta inundar y casi hacer desaparecer el resto de su vida. Era increíble, cómo en un momento, un tema que pudiera parecer baladí en otra circunstancia de su vida, tomaba fuerza, se hinchaba y se expandía cubriendo el resto de sus experiencias vitales, todo lentamente, como esas mareas que hinchan el mar y van inundando la playa y sorprende los cuerpos tendidos sobre la arena. Me confesó que sus recuerdos y aún los planes de futuro que tenia, aparecían envueltos en medio de una nube que creciendo hasta tapar por completo el sol, transformando un día que podía  ser radiante y alegre en indefinido y opaco. En rigor, nadie hubiera podido prever un suceso de tales características, sobre todo teniendo en cuenta la peculiar manera de ser de Julio. Y no tanto por cómo solía comportarse en su vida cotidiana, que era de lo más normal, entendiendo por normal aquello que se deja organizar de acuerdo con las normas que en un momento dado rigen donde quiera que nos ha tocado vivir, sino porque en el fondo, esas normas, más aún en su caso concreto, le venían ajustadas como un guante, eran imperceptibles, sin tener apenas ni una sola contradicción que resolver. Tanto era así que cabría pensar que Julio era un producto perfecto de las normas, que era un perfecto prototipo, un paradigma exacto. O que era él quien generaba las normas. Cualquiera podría pensar que para él existían como existe la ley de la gravedad, o la evolución de las especies. De hecho, en más de una ocasión me comentó que él era sus normas hasta el punto de que sin ellas apenas tendría puntos de referencia para pensarse y componer su perfil. Me vino a la cabeza  la frase de Baudrillard con la que señala que sin contexto no hay significado; sin orientación, sin totalidad, sin marco de referencia,  de forma que la historia no existe y nos movemos en un espacio sin horizonte.

-II-

A mí me parece – me dijo Julio, muy serio, perdida la mirada y apurando el tercer whisky- que todos somos un manojo de normas. Incluso tú, que, sin que nunca lo digas, presumes de no sujetarte a las modas, de no perder nunca el autocontrol. Vamos a ver, querido amigo, ¿qué es eso de que una persona no pierda el control, sino que está fuertemente sujeto a lo que, según las normas, en cada caso toca hacer? Y digo esto no únicamente en referencia a las normas que voy asimilando, o que me van introduciendo mediante las mil y una manera que hay durante la vida de cada cual, que no solo en los años de la infancia y aprendizaje. No es eso, amigo, no. Va mucho más allá en el tiempo. Lo que digo es que también nos vamos conformando en un ejercicio dialéctico de interacción mediante el que nosotros mismos nos conformamos unas normas y que a la vez éstas nos van marcando hasta el punto que llegamos a una situación que es, supongo, estoy seguro, la que me encuentro, que no las notamos como normas impuestas, porque de hecho no lo son, nadie nos las han impuesto, como se impone un horario, las hemos hecho nosotros a la vez y conjuntamente a conforme nos íbamos haciendo como somos –y respiró hondo antes de sorber de nuevo el whisky ante el peligro de ahogarse por falta de aire .
En ese momento me di cuenta que su mirada se había quedado sujeta a los andares de la camarera, pero no parecía que fuera por su linda cara ni por las largas piernas que salían triunfantes de la minifalda. Deduje, al mirar su vaso vacío, que se trataba de que se le secaba la boca. Comprendí perfectamente y en un arranque de solidaridad levanté la mano, moviéndola como suelen hacer los reyes saludando a sus súbditos, con tan buena suerte que tropecé con la mirada de la muchacha que con un movimiento de sus ojos me dio a entender que sabía lo que iba a pedirle y lo que me callaba por inconveniente, preguntando no obstante:
-Sí... ¿qué desea?
-Otra ronda, por favor.
El servicio fue instantáneo porque llevaba la botella de Jack Daniels sobre la bandeja. Tuve mala suerte porque apenas pude hablar nada más con ella, aunque tengo la impresión que quedó bastante claro para ambos lo que cada uno deseaba del otro, pero Julio tomó de nuevo el hilo de su monólogo y continuó sin piedad.
Tanto es así – siguió diciendo, mientras sorbía el whisky- que algunos nuevos filósofos hay que dan la vuelta a aquello de “si no lo veo no lo creo”, para afirmar que “si no lo creo no lo veo”.  El colmo de subjetivismo. ¿Dónde vamos a parar, eh? Eso lo note de forma transparente y total cuando me enamoré de Nathalie, en realidad una adolescente diríamos, a medio hacer, y a su lado en la intimidad más desnuda, me refiero, claro, no a la sexualidad, por supuesto, aunque también, me refiero a cómo mediante el amor nos hicimos, sobre todo ella, transparentes y cómo su cabecita para mí era igual que un cristal puro, delicado, frágil. Creía en ella y podía ver con nitidez y exactitud todo lo que pasaba por sus circuitos neuronales y cómo poco a poco aparecía e iba configurándose la idea que hacía que cerrase los ojos y moviese los labios dejándolos caer sobre mi pene, sobre mi boca. Es un decir claro, por poner un ejemplo simple y aclararme. ¿Me entiendes no? Justamente en esos momentos observaba cómo se iba configurando lo que decimos manera de ser, personalidad, comportamiento, no sé.... Desde luego, nada que ver con lo que algunos cursis llaman su identidad. Joder qué lio ¿eh? Por seguir con otro ejemplo, el beso. Ahora hace tiempo que no sé de ella; bueno, tampoco tanto, pero para mí es mucho, tres días. Me gustaría volverla a ver y aunque supongo que habrá perdido el hábito de besarme cada vez que me veía, me gustaría poder comprobar si, aunque haya cambiado el hombre al que besa, el beso es el mismo, es decir si besa igual que se enseñó, según me dijo, durante aquellos meses que fuimos amantes de forma habitual. Yo supongo que sí. Y lo digo porque en una ocasión me comentó, con un poco de vergüenza, es cierto, lo que no entiendo por qué, que se estaba enamorando de otro. Conociéndola, creo que en realidad lo que le sucedía era algo tan sencillo como que al besar a otro hombre la reacción química de su saliva con la del otro era distinta a la que se producía cuando era mi lengua la que se introducía en su adolescente boca, tan sensual, dulce y virgen. ¿Te quieres creer que cada vez que hacíamos el amor tenía la impresión de que era la primera vez? No creo que sea traicionarla si te digo que me confesó que le sucedía con cualquiera. Era necesariamente, lo nuevo, la aventura, el morbo de lo desconocido, de un nuevo experimento que se repetía una y otra vez, siempre nuevo. ¡Qué mujer, eh? Y fíjate, ¿sabré yo, con lo que he vivido, de estas cosas? Pues la verdad es que no supe qué decirle, me pilló absolutamente desarmado, tal vez porque entonces todavía tenía confundido lo que es el hábito, de lo que es el contexto en que se produce. Debería haberme parado a analizar con más serenidad y rigor, hacer que abriese los ojos y me mirase, cuando, un día, me dijo o puede que me insinuó, no recuerdo bien, que estaba enamorada de otro, pero ya ves, era justo en el momento en que orgasmaba en mis brazos, y lo más extraño, con una leve sonrisa en la cara que, inevitablemente me recordó el cuadro de la virgen de Murillo. ¿Te lo puedes creer? Por cierto, ¿no te parece una gilipollez que porque la tengas metida en una mujer ésta te diga que ahora sois dos en uno? O sea, que todo yo soy algo tan extraño y ajeno a mí a veces y tan pequeño como un pene. Joder, dónde hemos llegado, ¿no? En esa situación, si no quería parecer un desalmado, tenía que decirle algo que pudiera interpretarse como que asentía a lo que ella pensaba, aunque yo no estuviera de acuerdo, que no me comprometiese demasiado, pero no lo dije, sencillamente seguí acariciándola hasta que las convulsiones terminaron y se quedo medio dormida en mis brazos. Era lo que tocaba, ¿no?.

-III-

 Creo que me estoy enamorando –me repitió Nathalie al día siguiente al despertar, mientras le preparaba el desayuno-, pero estoy muy confusa, y es que, ¿cómo puedo enamorarme de otro hombre y sin embargo y al mismo tiempo saber que estoy enamorada de ti? He llegado a pensar que no debe ser lo mismo saber que estar. Esa sería una solución que me quitaría muchos problemas de la cabeza, porque la verdad, ando hecha un lío. Tal vez debería experimentar con un tercer amante para comprobar si realmente lo que me pasa es que me gustan los hombres y confundo el sexo con el amor, o si, por el contrarío, solo me gustan dos hombres, lo que también es un problema, pero menor que el otro, supongo. Aunque vete a saber...A mí nunca me había pasado. Pero esto es otra cosa muy distinta. Lo bien cierto es que todos los sentimientos y emociones que tú me despiertas los siento distintos pero muy parecidos con él. Pero eso no debería ser motivo de preocupación, que es por lo que, en el fondo, te lo cuento. Al fin y al cabo si soy feliz y vosotros también deberíais serlo, puesto que decís ambos que lo que de verdad queréis es hacerme feliz, no habría que buscar la solución. Si no hay problema no hay solución. Pero no era esto, en realidad lo que quería contarte es que él es muy bronco y putero y me dice que soy su fulana. A mi... ¿Te imaginas? Pero, bueno, hasta ahí vale, sería su forma de hablar y demás, lo que no entiendo y me preocupa, es por qué me gusta que me llame así. En realidad no es que me preocupe, digamos que es curiosidad por conocerme yo. Supongo que todos nos sentimos bien cuando, desde fuera de una misma, te dicen algo de ti que coincide con lo que piensas. ¿A ti no te pasa? He llegado a pensar, para aclararme, que la vida de cualquiera es cómo una larga película que no es más que la sucesión de secuencias. Pero claro, y ahí tienes otro problema, si alguien ve de mí una secuencia de las miles que ya forman parte de mi película, lo normal es que diga que soy lo que en aquella secuencia parezco. A partir de ahí, para que veas lo complicada que soy, a veces, se me ocurren dos cosas; una, que resulta difícil catalogar a nadie hasta que la película no acabe, quizá por eso acepto todo y me da igual que cada cual sea lo que quiera, pero la otra, que me tiene alucinada porque no me la imaginaba, es que cuando me dice que soy una fulana es, o debe ser porque me comporto como una fulana en la cama, que es prácticamente en el único sitio donde me conoce a fondo. Digo yo si será esto. Recuerdo que mi abuela decía que una mujer debe ser una señora en la calle y una puta en la cama. ¿Tú crees que cuando voy por la calle se me nota excesivamente que también soy una puta? Y ya digo, no es que me moleste, casi me gusta, me da mucho morbo y a la vez me asusta. ¿Te imaginas que un día me dejase llevar por estas ideas, yo que cuando me dieron el primer beso no supe qué hacer con su lengua dentro de mi boca?, aunque no sé si son ideas, arrebatos, o sandeces...no sé, pero vaya, la verdad es que no me conozco, ni me reconozco cuando estoy más normal. Quiero decir cuando pienso igual que cualquiera de mis amigas, o puede que yo las veo así porque me encanta poder ser una más, esconderme entre ellas. La verdad es que estoy harta de soportar debates sobre si amor o sexo, amor con sexo... ¿No te da la impresión de que estamos atrapados por aquello de si son galgos o son podencos? Pero no creas, yo soy de la opinión de que el roce hace el cariño. ¿Cómo se puede follar cinco, diez veces o más con la misma persona y no tenerle cariño? Yo creo que es imposible, de ahí que los tíos que huyen del compromiso saltan de una a otra, con lo fácil que es, si te encariñas de varios, mantenerlos; a fin de cuentas, no te quepa duda, todos un día, tal como llegan se van. ¿Y cómo mantenerlos sino es siendo una puta fina? ¿Lo entiendes? En alguna ocasión me viene a la cabeza que quizá lo que pasa es que tenemos una concepción diferente respecto a lo que es una fulana, eso suele pasar. Por cierto, ¿te imaginas que mi madre supiera de estas cosas que te cuento? No me imagino a mi madre en alguna de nuestras travesuras. Oye, ¿estarás de acuerdo que tú eres el inductor de todas, incluida aquella en la que, a instancias tuyas, nos conocimos los tres? Ahora en serio: ¿De verdad no sabías que manteníamos relaciones él y yo? Es increíble que no te dieses cuenta. Supongo que no es agradable llevar cuernos, pero reconocerás que ni tú mismo te dabas cuenta. Y no lo eran, creo yo. Pero estarás de acuerdo en que te di pistas para que al menos pudieras comportarte. Quería que lo supieras sin decírtelo yo. La verdad es que no sé muy bien si lo hacía por ti o por mí. Quiero decir que me pone mucho. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cómo iba a estar tan desenvuelta y apasionada, con todo lo que hicimos, si  él hubiese sido realmente un extraño aquella noche tal y como tú me lo presentaste? ¿En serio no te distes cuenta que los dos nos conocíamos íntimamente y que no era la primera vez que me lo follaba? A veces no te entiendo, tan suspicaz ante cualquier detalle que se escapa de lo normal, y tan torpe en conocer a las mujeres y nuestro comportamiento. No sé si a las mujeres, así en general, pero desde luego de mi no tienes ni idea. Vaya mierda...Al menos Matías discute conmigo, me contradice. Hasta se enfada si no le doy la razón. ¿No notaste la última vez la mala cara que tenía y que no me quiso besar? Era que habíamos discutido. ¿Cómo puede ser así, tan crío? Fíjate que el sábado, al salir del cine, sin venir a cuento, empieza a hablar y me dice, ya sabes cómo es Matías, ¿no, Julio?, pero no creas, como si le hubiese pedido una explicación de no sé qué. Todavía estaba sentándome en el rincón del bar al que entramos a tomarnos una copa, cuando, como un torrente empezó a decirme:

-IV-

Siempre has tenido a gala considerar que no te sientes obligada por ningún deber de confesión, ya no conmigo, que me da igual, te conozco más de lo que crees, y no sé, no entiendo, por qué en numerosas ocasiones tomas a Julio como confesor, sabiendo, porque lo sabes, que en general está en desacuerdo con tu manera de comportarte y con lo que haces. ¿O no te das cuenta por qué Julio calla a todo y te deja hablar, como aceptando y admitiendo que pudieras estar loca? Y no es, claro está, que lo que habláis sea algo excesivamente alarmante para una mujer como tú, lo sé, pero me siento desplazado. Por cierto, quería confesarte algo que me dejó asombrado la noche que me pasó, y aún no entiendo bien a qué se debe: He tenido un sueño erótico con tu madre. ¿Qué te parece? Supongo que te extrañará. Pero ten en cuenta que estoy, o vamos a dejarlo en que podría estar, a caballo de las dos. ¿Tú crees que ella se dejaría galantear? Es preciosa. Tendría gracia, ¿eh? Casado con tu madre y amante de su hija. Por cierto, sería un buen partido. Sería tu padrastro y el suegro de Julio. ¿Sabes?, sé que al final terminarás casada con Julio. No me preguntes por qué lo sé ni me lo niegues, sencillamente lo sé y tú también, lo sabemos los dos. Pero bueno, lo de tu madre es broma, aunque es verdad que soñé con ella y visto en frío no me parece una locura. Pero lo tuyo con Julio, no lo entiendo. A no ser que, como se suele decir, de quien estás enamorada es de mí y tienes reparo en decirme ciertas cosas, y Julio es el amigo íntimo, con el que nunca formarás pareja, pero que por lo mismo es al que te abres y le cuentas todo. Es curioso, pasan los siglos y seguís igual las mujeres. ¿Tú no notas que últimamente Julio está un poco extraño? Parece mentira, con lo intuitiva que eres y lo pronto que percibes un cambio de actitud en cualquiera... Parece que estuviera molesto de nuestra amistad, quiero decir no de la nuestra, la de nosotros dos, sino de la de los tres. Supongo que no os lleváis algo entre manos que se refiera a mí, que no me extrañaría; tú siempre tan dispuesta a secundarle en sus ocurrencias, con lo mal que te trata. ¿Te imaginas lo que hubiese pasado si aquella noche que te dejó prácticamente tirada en el apartamento de tu amiga, con la de mentiras que tuviste que ingeniar para conseguirlo, y que al final tuve que ir yo para hacerte compañía, que hubiese sido al contrario? Vale, nos lo pasamos genial, además tú estabas salida, pero sin embargo, y eso es lo que no entiendo, cuando al día siguiente nos vimos los tres, apenas le dijiste que habías estado esperándole toda la noche y que se había comportado como un mierda. ¿Tal vez para no contarle que la habíamos pasamos juntos tú y yo? Ese tipo de detalles son los que me llevan a pensar que algo hay entre vosotros dos que no alcanzo a saber y que tú deberías contarme.

-V-

Julio tomó un descanso, tragó el último sorbo de whisky y mientras encendía otro cigarrillo aproveché para intentar cortar, iniciando los preámbulos de la despedida.  Empezaba a agobiarme y no me molesté en tratar de decir algo coherente con sus palabras, que seguramente era lo que él esperaba. Me limité a acompañarle moviendo la cabeza afirmativamente de vez en cuando y levantando las cejas, supongo que haciendo cara de extrañado. No por lo que decía de Nathalie y Matias, a quienes no conocía. Tampoco porque Nathalie le fuese infiel, lo cual dada la extraña relación que al parecer mantenían los tres era, como mínimo, una broma, más bien una incongruencia. Desde luego, aunque sus confesiones parecía que me invitaban a ello, no se me ocurrió contarle mi vida que nos hubiera llevado el resto de la noche. No estábamos en condiciones, ninguno de los dos, después de varios whiskys, de dilucidar de qué hablamos cuando lo hacemos de temas tan poliédricos como la infidelidad o las relaciones entre amigos, amantes o lo que fuese. Supuse que no lo sabía pero ni siquiera le dije que estaba casado. Lo que sí quedaba claro o me parecía a mí, es que ninguno de ellos tres estaba siendo infiel a los otros dos. Lo que me molestaba era que todo lo que me contaba lo decía tan en serio que llegaba a parecer trascendente y, sobre todo por no haberme dado cuenta, en la larga hora que llevábamos sentados en el club, de los mundos tan distantes que, después de unos años sin vernos, vivíamos cada cual.  ¿Dónde había ido a parar tanta intimidad y tanto como habíamos hablado sobre el amor y el sexo años atrás? No estaba yo en condiciones de que me afectara lo que me decía y estaba seguro que tampoco era esa su intención. Me molestaba especialmente la actitud de Julio, cuando yo sabía, perfectamente, que era incapaz de decidir en cualquier situación compleja, a poco que ésta le exigiese una cierta violencia, psicológica me refiero. Estas reflexiones, el breve descanso que se tomó Julio y que el trío terminase de tocar lo que parecía la última variación sobre un tema de John Coltrane, me animó a despedirme, no sin antes pagar a la preciosa muchacha con la que había cruzado algunas miradas y sonrisas de complicidad y disculpa por tener que atender a mi amigo Julio, y darle a éste un abrazo por el reencuentro, quedando para llamarnos otro día y presentarme a Nathalie y Matías. A la camarera no pude más que dejarle una tarjeta con mi teléfono, encima de la bandeja con los cinco euros de propina y que me dijese que se llamaba, como me temía, Mar.

-VI-

A los pocos días me llamó Julio y volvimos a quedar, pero esta vez en una terraza a treinta metros de la playa. Me presentó a Martín, y a los diez minutos de estar hablando con ellos dos, llegó Nathalie, agitada y eufórica, y sin apenas dejar tiempo a que Julio me presentara, empezó a contar que al fin podrían irse los tres a vivir a un apartamento en la capital. Cuando, extrañado, Matías le pregunto que cómo era eso, Nathalie contestó, con toda naturalidad, que mediante un trueque sexual que había concertado con el dueño del apartamento, al cual había conocido por internet. No tenía los ojos verdes, ni los pechos grandes, aunque emparedados por la blusa blanca amenazaban con hacer saltar por los aires los pequeños botones azules, del mismo color que el ribete que orillaba el cuello y las mangas cortas, la melena, no muy larga, era castaña, tampoco era muy alta. Nada especial llamaba la atención. Sin embargo, nunca supe por qué, en el mismo instante que la vi aquel día por primera vez, supe que tardaría en olvidarla, como así ha sido.
En aquel momento se acercó a la mesa un viejo con una mugrienta chaqueta, un pantalón a juego de color difuso, una camisa que debió ser blanca un día y una espectacular corbata arrugada que me recordó un cuadro de Mondrián, y alargó la mano por toda señal y saludo. Julio, mientras Martín y Nathalie seguían hablando, empezó a maniobrar en sus bolsillos buscando pero yo había encontrado un billete de cinco euros y se lo di al viejo. Me hizo una ligera inclinación de cabeza como muestra de agradecimiento y se marchó caminando con la dignidad del que ha cobrado una deuda.
Simultáneamente yo había hecho esa primera valoración que solemos hacer para adecuar nuestro comportamiento al entorno, a la manera del animal que ve aparecer en su espacio a otros y por supervivencia evalúa con rapidez sus supuestas intenciones y la capacidad agresiva de los mismos, tratando de encontrar la mejor posición. Tuve la impresión, que los hechos confirmaron posteriormente, que eran tres íntimos en cualquiera de los múltiples sentidos que se pueda dar de la intimidad. El escaneado que les hice me convenció que, en tanto que grupo, nada grave tenía que temer pero que no me podía fiar y dejé de lado mis prevenciones. Eran tres ejemplares inofensivos, con alguna variante personal, de un mismo prototipo de jóvenes kitsch. Todavía hoy no sabría cómo definir lo que sentí en aquella laberíntica situación. Pero he de confesar que me producía vértigo la velocidad de sus vidas, el caminar por la superficie de los movimientos y el común denominador que, igual que una bandera ondeaban, para conseguir con el mínimo esfuerzo el máximo placer. Vértigo y atracción, lo confieso. Los tres cumplían este principio, si bien es cierto que de muy distinta manera. Por otro lado, pude observar que eran un baluarte que resistía las embestidas de la comunicación y las cascadas de información que monótonamente les resbalaban a diario, lo cual me habrían negado radicalmente. La única esperanza que se vislumbraba era la que se desprendía de la distinta ternura con que cada uno de los tres pronunciaba una misma palabra. Aunque una ligera impresión pudiera sugerir que tenían un fuerte parecido, una reflexión sosegada delataba suaves diferencias, eso sí, todas ellas cubiertas y envueltas en un papel de celofán que perfectamente podría haber llevado impreso la leyenda horaciana del Carpe diem. Entregados a la tiranía de la seducción, necesariamente efímera, para ellos las necesidades eran o se transformaban en superficiales, pero en ambos casos, inmediatas y los deseos inestables y precarios. Se me ocurrió pensar que los tres cumplían perfectamente las condiciones básicas de una época que, según adelantó Einstein, tiene como característica la perfección de medios y la confusión de fines. Y sin saber cómo, lo acepté.





LA CARA OCULTA DE EDIPO.


José Garés Crespo




Recuerdo que cuando conocí a Alex me encontraba en un dilema, como cuando desde una cima tienes la mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero también atrás. Tenía cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había llegado y el que me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó aquella noche, me resulta difícil saber si era el final o el inicio de algo serio en mi vida, de una nueva etapa o el último acontecimiento de la vieja, o tal vez eran las dos cosas al mismo tiempo. Todavía hoy, cuando intento reconstruir, no lo que pasó, aunque también, sino qué significado tenía, sigo sin tenerlo claro. Pero ahora la sangre ya no ruge como entonces aunque lamentablemente hay poco tiempo para el perdón y solo algún suave sentimiento queda todavía en custodia. Conocía muy bien el camino que transitaba a diario y, aunque despierto, la somnolencia de la cena y la hora hacían que, de vez en cuando, cerrase los ojos por instantes, en parte arropado por la rutina del trayecto y el hábito de fumar. Recuerdo que fue solo un breve instante. Justo el tiempo que tardé en bajar la mirada de la carretera para no apagar la colilla, como casi siempre, fuera del cenicero. Fue suficiente para que al volver los ojos al frente apareciese un hombre al inicio del trozo de carretera que iluminaban las luces de cruce del coche, las que habitualmente llevaba puestas. La repentina aparición me obligó a apretar el pedal del freno tres veces consecutivas, con fuerza, hasta que conseguí pararlo. El hombre, demostrando una cierta agilidad, se apartó bruscamente y pudo situarse en el límite del arcén con la cuneta. El coche le sobrepasó unos metros que recorrió hasta situarse a la altura de la ventanilla delantera del copiloto. Con el coche frenado, el motor en marcha y los ojos cerrados, suspiré profundamente. Seguía con las dos manos apretando el volante, como si tuviera miedo de echar a volar. Abrí los ojos cuando escuché los golpes contra el cristal de la ventana opuesta. Hice un esfuerzo mental e intenté serenarme y pude volver a la realidad que estaba ocupada casi totalmente por lo que me pareció, en aquel instante, una cara de hombre. La noche era negra, con estrellas y sin luna, de manera que los pinos que rodeaban la carretera eran una sólida mancha oscura y la luz de los faros solo iluminaba un triángulo al frente, manteniendo en la sombra al hombre, pero pude verle la cara ladeada y pegada al cristal, percibiendo dos detalles que me situaron. Uno, que era un hombre joven, casi un muchacho, y dos, que era bastante más alto que mi coche, ya que para poder asomarse a la ventanilla tenía que estar encorvado. Tuve la intuición de que iba a tener problemas. Confuso aún, pude confirmar, por la posición que mantenía el hombre pegado al cristal, que los rasgos de la cara eran inequívocamente de un hombre joven, con el cabello largo. En aquel momento no es que me importase demasiado y mucho menos venía a cuento, pero se me ocurrió pensar que en algunos casos es mejor un hombre alto que uno bajito. Casi tan rápidamente como se me ocurrió esa tontería me recriminé de pensarla. Sin embargo noté que intuitivamente tomaba posiciones, como tratando de estar predispuesto a un encuentro desagradable. Todo lo cual era absurdo y solo podía deberse al cansancio. Había estado todo el día de reunión en reunión terminando en una aburrida cena de las llamadas de negocios en la que lo único que había que negociar era decidir el momento adecuado para hablar con el comité de empresa, presentar la quiebra y terminar algunas operaciones contables para desviar a pérdidas algunos recursos, dejando el mínimo en caja y en las cuentas bancarias, habida cuenta que de los trabajadores se haría cargo la Seguridad Social. No había sido fácil pero al final habíamos encontrado una solución pactada con la mayoría del comité de empresa. Como casi siempre en estos casos, una solución menos perjudicial para la mayoría y muy beneficiosa para unos pocos, pero que desatascaba el problema y la dirección se salía con la suya. La verdad es que había hecho un buen trabajo. Era lo que se correspondía con los honorarios que me pagaban. Otra gente podría pensar que me había vendido, pero hasta los sindicatos entendieron que era el mal menor. Sin parar el motor, volví la mirada hacia la ventanilla y apenas pude ver unos ojos de forma almendrada y color claro, que podían ser azules, pero también verdes. Por los rasgos aparentaba un muchacho de unos veinte años. Lo tomé en cuenta y tratando de ponerme en guardia, no sé si contra aquel joven extraño o contra mí mismo, visualicé mentalmente las secuencias siguientes. Abriría la ventanilla, le preguntaría hacia dónde iba para decirle que yo iba en sentido contrario y seguiría mi camino. No era la primera vez y la vida se me estaba complicando excesivamente en los últimos meses. Era tiempos de incertidumbres, días de paso, de amores regalados y olvidados baños en el mar. No podía caer en ninguna veleidad. Venían malos tiempos y tenía que aquilatar cada paso que daba y cerrar espacios por donde se dispersaban mi tiempo y mi trabajo. Casi al mismo tiempo pensé que llegaba tarde para ejecutar ese plan. Tenía que haber seguido mi camino como si no lo hubiera visto. Vi los gestos que hacía con la mano derecha abierta, como saludando en un puerto, desde lo alto de un barco. Dudé en  abrir la puerta o bajar el cristal, pero bajé el cristal de la ventana, por prudencia y también porque quizá al estar tan pegado el muchacho, la puerta podría tropezar con su cara al abrirla. Así lo hice y pude oír su voz, un tanto sorda de tono pero adecuada para la edad que parecía tener. ¿Dónde vas? Antes de contestar, que fue lo primero que se me ocurrió, me di cuenta de que en aquella escena podía haber un cambio de papeles. Lo percibí antes siquiera de saber cual era el suyo; más aun, sin tan solo saber si yo tenía papel que representar y en este caso cómo debía actuar. La normal pregunta que todos nos hacemos respecto a qué significa cada cosa o persona que aparece en nuestro entorno, me la contesté rápidamente respecto al muchacho, al darme cuenta de que me tuteaba. Creí que con ese dato era suficiente para lo que necesitaba saber. A pesar de que la situación empezaba a rozar el absurdo, o quizá por ello mismo, me arriesgué y contesté asumiendo de lleno el que parecía habérseme asignado. Lo hice consciente de que, aunque también él podía haber tomado la iniciativa y podía marcar el rumbo de la situación, no lo había hecho. A mi casa. ¿Y tú?, contesté de manera mecánica, como si quisiera condicionar la respuesta. Me da igual dónde ir. Lo que quiero es irme de aquí. La respuesta que me dio el muchacho no dejaba margen para mantener alguna duda respecto a lo que podía pasar, y que era, probablemente, una situación normal, si no fuera por la hora tan insólita. Seguí expectante unos instantes, ganando tiempo y preparando aceleradamente varias respuestas para despejarme el camino y salir disparado a dormir. Tuve un momento de confusión. Primero pensé: qué mala suerte, con el sueño que tengo, tropezar con un muchacho a la deriva, pero casi al mismo tiempo tuve la inevitable tentación en estos casos, de que tal vez estaba a la puerta de una aventura. De lo cual me reí a continuación. No era hombre dado a aventuras, nunca lo había sido, aunque mirándolo bien, ahora, precisamente ahora, una aventura algo fuerte que me sacudiese y obligase a saltar, a sobrevivir al desalojo de mis sueños, de una muerte preparada, me vendría bien, me dije, como queriendo tranquilizarme. En cualquier caso, no era una situación ordinaria y como no sabía muy bien cómo entenderla, preferí no equivocarme y tomé precauciones. Finalmente, mientras le preguntaba me cuestioné de qué huiría el muchacho. ¿Qué quieres decir?- interrogué, cambiando la expresión de la cara y arrugando el entrecejo hasta casi cerrar los ojos, como si me molestase la oscuridad. El muchacho no pareció arrugarse e insistió, arrimando un poco más la cara hacia el hueco de la ventanilla del coche. Quiero decir que me lleves donde quieras. ¿No vas dirección norte?, Ya...Sí, sí, Pues, eso. La situación no dejaba de ser extraordinaria, no tanto por el diálogo que estaban manteniendo un muchacho de alrededor de veinte años y un hombre de cuarenta y pico, ni tan solo porque el escenario fuese una oscura noche de verano en mitad de una carretera cuya población más cercana estaba a diez kilómetros, sino porque, por un momento, pensé que, casi con total seguridad, aquel inesperado encuentro iba a modificar muchas cosas en mi ordenada y sedentaria vida, que, por otro lado llevaba un ritmo acelerado, sin casi tiempo para saborear cuanto me sucedía. Tal vez porque apenas tenía sentido pararse a valorarlo, dada la uniformidad de los perfiles de los hechos que conformaban mi vida, tan monótonos y parecidos. Llevaba ya algunos años viviendo diez horas acelerado y las catorce restantes con una quietud exasperante. Estos cambios de ritmo son los que matan. Como si de una premonición se tratase, desde hacía unos días, venía pensando que la llegada a nuestra existencia de una persona nueva, en la mayor parte de ocasiones produce, sin apenas darnos cuenta, una reordenación de muchos aspectos de la vida, hábitos, costumbres, ideas, de manera tal que pareciera que entramos a vivir en un nuevo mundo, en el que sigue, aparentemente igual todo cuanto había en el anterior, pero con matices distintos, los suficientes para, aunque sabemos que son los mismos, respirar un aire distinto y, si nos hace falta, podernos imaginar que vivimos en un mundo nuevo olvidando mis largas noches sin besos, sin  nubes, ni luna, ni estrellas...en blanco. Como diría mi amiga Julliete, creo que la importancia de algún elemento del entorno de nuestra vida se aprecia con los cambios que se producen cuando desaparece o aparece por primera vez. ¿Habría llegado el momento? Se impuso la realidad del instante y pensé que lo mejor era excusarme de cualquier forma y arrancar el coche que seguía en marcha con las luces encendidas. Sin embargo, le abrí la puerta. No sin antes asombrarme del comportamiento semiautomático que estaba teniendo, como si tuviera memorizado un extraño guión y mi reacción estuviese reiteradamente ensayada. Tuve que abrir la puerta despacio porque el muchacho no entendió, con la suficiente rapidez, la acción que iniciaba al inclinarme sobre el asiento del copiloto para abrir, y aun así, a punto estuvo de caerse de espaldas en el arcén, como consecuencia del pequeño roce que tuve que hacerle para abrirla. Ninguno de los dos dijo nada, ni yo pedí perdón ni él se quejó. El mohín que mostró su cara igual podía ser de enfado como de agradecimiento. En aquel momento, no me preocupé demasiado por entenderlo, fue bastante tiempo después, tratando de asimilar por qué y dónde había actuado mal, de manera que las circunstancias me llevasen a donde llegué, cuando pude percibir que en ese preciso momento, al abrir la puerta del coche, empezó todo lo que posteriormente me iría sucediendo. Solemos ser bastante simples en las situaciones confusas y apenas encontramos una causa para nuestra actuación nos quedamos satisfechos, cuando en realidad siempre suelen ser varias las causas. Somos la concreción vital de tantas abstracciones que solo pensarlo me da vértigo. Pero tratar de ordenar cual es la principal y cuales las secundarias resulta demasiado complejo. Por eso quizá, todavía hoy, muchos psicólogos practican el conductismo y lo cierto es que les va bien. También era cierto que dejar tirado a un muchacho, en la carretera o en cualquier otra circunstancia, no iba con mi manera habitual de actuar. Prefería dormir tranquilo con mi conciencia, bastante exigente, por cierto, aunque alguna vez fuese a costa de parecer un poco ingenuo y lento. Desde hacía algún tiempo tenía claro que la puesta de moda de la psicología había tenido un efecto perverso (o puede que sea la causa): el de la sobrevaloración del yo en una actitud más que de ensimismamiento, de obnubilación narcisista que lleva, en muchos casos de las relaciones humanas, a la exacerbación de las diferencias de cada persona respecto a otra. La tendencia, que todavía se amortigua entre sujetos de una misma cultura, ciudad o familia, sobresale cuando no se dan estos constructos sociales, despertando las diferencias hasta el racismo, que no se limita, obvia y únicamente a las diferencias del color de la piel, o las diferentes violencias de género que existen. El hecho real de que cada niño sea diferente a la hora de nacer y tenga un modo propio de reaccionar emocionalmente, de actuar y controlar su acción por cuestiones genéticas, nos hace olvidar la inmediata y continua asunción de aquellos valores que irá compartiendo el resto de su vida, creando y recreando la sociedad del entorno como espacio de convivencia y realización personal. La patología, siempre individual, oculta la ontología que todo hombre, por el hecho de serlo, comparte como ser universal, estadio de la persona sobre el que necesariamente se asienta lo social, lo colectivo. En tanto en cuanto esto nos diferencia de los animales, el ser social, la persona, de seguir avanzando esta tendencia, estaríamos cavando una fosa desde la que volveríamos, a pesar de los avances técnicos, a los orígenes de la tribu. Lo cierto es que me sonreí mentalmente al observar mis pensamientos y me detuve en la argumentación que usaba aquel muchacho y me quedé extrañado al venirme a la memoria que nunca había subido a ningún autoestopista. Lo que no podría saber nunca con exactitud es qué hubiese sucedido si no llego a abrir la puerta y arranco el coche dejando al muchacho, como fue mi impulso inicial. Por eso es absurdo que quince años después siga pensando qué hubiera pasado si no hubiera abierto la puerta del coche. Una vez la puerta del coche abierta el muchacho cogió con la mano izquierda una bolsa mediana de deporte que llevaba, mientras que con la derecha, inclinando medio cuerpo dentro del coche, levantó el seguro de la puerta de atrás con toda naturalidad. Me resultó difícil no ver el inició de su pecho, casi hasta los pezones que se marcaban debajo de la camiseta verde que llevaba sin mangas. El muchacho depositó la bolsa en el asiento trasero y cerró la puerta, sentándose delante, a mi lado. Observé, por su rostro y ademanes que era atractivo y me sorprendí a mí mismo dando un paso más y pensando que incluso podía que fuese arrebatador y voluptuoso. Necesité pensarlo con urgencia para tomar las medidas preventivas adecuadas y mantener viva la alerta. En aquel momento se me olvidó una máxima que en ocasiones usaba respecto a que la voluptuosidad estaba en el cerebro del dueño de los ojos que miran. Antes de decidir arrancar el coche y para completar el examen del joven, observé que llevaba unos pantalones cortos de lycra, que aunque cubrían una parte de cintura hacia abajo, casi hasta las rodillas, resaltando a la vez lo que tapaban, dejaban al descubierto unas piernas bien moldeadas y firmes que terminaban, en unos pies de medidas normales, calzados con zapatillas de footing, y por el otro con unas nalgas respingonas que conformaban un trasero perfecto, de acuerdo con mis gustos. Salí de la contemplación con el bocinazo de un camión que se vio obligado a hacer un zigzag violento para no llevarse por delante mi coche con los dos dentro. Tuve un lapsus y de vuelta me di cuenta de que mantenía el motor en marcha y que la radio seguía ofreciendo la interpretación que hacía un tenor francés del Aria de una Cantata de Telemann. Desconecté la radio. Hubiera dicho que rl coche no se había movido pero la verdad es que tenía la mitad de la carrocería en el arcén. Observé que las luces de posición estaban encendidas. El camionero debía conducir medio dormido ya que las luces debería haberlas visto a distancia, en aquella noche cerrada sin más luz que un tenue reflejo azulado obscuro de las estrellas sobre las hojas de los olivos y naranjos. Antes de arrancar, suspire, más bien di un resoplido, como saliendo de otro trance, me quedó mirando al muchacho que seguía sentado tranquilo, igual que si todo formara parte de un plan que hubiera estado previsto y me sonreía, tal vez para darme confianza y serenidad. Me hacía falta. Arranqué el coche y pregunté, mirando al frente. Bueno, ¿vamos allá? El cruzó los brazos, hizo un mohín y se arrellanó en el asiento. Cualquiera que hubiese podido observarlo con detenimiento, habría llegado a la conclusión, atendiendo a la serenidad que desprendían sus ojos, el equilibrio del conjunto de su cuerpo, el perfil de su cara y la sensualidad de sus manos, que abiertas parecían querer peinar sus cabellos con los dedos, que era una de esas personas que están predestinadas a ser felices, incluso en situaciones retorcidas y tensas, estado de ánimo que perfectamente se podía confundir con la indiferencia o apatía. Pero quise ir más allá de las apariencias y pude ver que en aquel momento parecía que viniese de una situación desagradable y temiera entrar en otra de iguales o peores características. Al muchacho parecía que le resultaba extraña aquella situación, como si nunca en su vida hubiera decidido hacer nada y sin embargo no parara de hacer, de ir y venir, como si tuviera una o varias metas que alcanzar, como si alguien lo llevara de la mano de aquí para allá, siguiendo un orden tan desconocido que solo a posteriori podría establecerse el guión. Era muy probable que en alguna ocasión hubiera intentado encontrarlo y que desde hacía tiempo se dejara llevar. En este sentido pareciera que de nuevo se encontraba en otro vaivén sin causa aparente. De reojo observé que me miró un instante largo, aprovechando que yo estaba pendiente de la carretera y luego volvió la mirada al frente, al espacio que alumbraban los faros del coche y huía desesperado por las ventanas. La luz, que se iba tragando los árboles sin dar tiempo a observarlos,  debió invitarlo a reflexionar sobre su vida y suscitarle recuerdos no muy agradables, porque arrugó el entrecejo y se ausentó. Supuse que necesitaba salir de aquellos recuerdos y lo hizo como solemos hacerlo la mayoría, acudiendo al truco de hablar de algo para intentar forzar al pensamiento que siguiese detrás de lo que él decía y huir así del recuerdo que le ofrecían las revoltosas neuronas, como tema de reflexión. ¿Me das un cigarrillo? Fui lento en responderle, justo porque me pillo pensando en él y no creí que pudiera salirse de su ensimismamiento y tratar de entrar conmigo en una conversación a dos. Pero hice un esfuerzo, aunque por toda contestación me limité a hacer un gesto que parecía de asentimiento. Con esta respuesta dejé pasar unos segundos y saqué del bolsillo derecho de mi chaqueta una cajetilla de tabaco rubio típicamente americano y le ofrecí un cigarrillo, golpeando el cabezal de la cajetilla sobre el volante, con tan mala suerte que cayeron dos al suelo y uno quedó medio fuera de la cajetilla. Ninguno de los dos trató de recoger los caídos y el que asomaba de la cajetilla el muchacho se lo puso entre el dedo índice y el corazón de la mano izquierda y se me acercó, en ademán de pedirme fuego, pero el coche atravesaba unas curvas y tal vez le pareció que no atendía su gesto, pero fue porque estaba mirando al frente. El hecho es que el muchacho se dio cuenta que el coche llevaba mechero y pulsó para encenderlo. ¿Cómo te llamas? pregunté, arrellanándome sobre el asiento y  aparentando indiferencia. La pregunta pretendía romper la concentración de los dos, distender el espacio e introducir un aire propicio para la comunicación. Supuse que, al igual que yo, también él, aunque aparentaba lo contrario, estaba pensando en sus cosas a la vez que tratando de adivinar en qué estaría pensando yo. Todo a la vez. El silencio se prolongó demasiado y se hizo tenso, impersonal y limpio, únicamente alterado por los extraños dibujos que el humo que despedía su cigarrillo configuraba en el interior del coche. La respuesta llegó con un tono de naturalidad, pero que pareció dar un salto sobre una situación que se estaba enfriando excesivamente. Tuvo un efecto reconfortante y dejó abierto un resquicio para poder seguir hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera. Alex. ¿Y tú? La contestación tuvo mucha carga en el tono, aunque hubiera sido difícil evaluar con exactitud qué pretendía. Distraído con la conducción, me quedé en blanco y no supe qué contestar, pero por el rabillo del ojo observé que Alex se quedó ladeado y mirándome fijamente. No tenía, pues, escapatoria. El hecho es que su contestación, aunque volvió a dejar colgando una pregunta, como un golpe seco cerró el espacio abierto, como si alguien extraño hubiese decidido que no era conveniente que supiéramos demasiado cada uno del otro. Alguien parecía susurrarme que no debería demostrar tanto interés sobre tantas cosas. Lo que más me molesta, en general y también en aquella ocasión, es que se supiera qué iba a hacer o a decir. Es como si ni intimidad estuviera abierta de par en par y antes de que yo tomase una decisión alguien ajeno estuviera ya valorándola. ¿Tenía, ahora, que contestar lo que se supone que debía, dando mi nombre a aquel muchacho que vete a saber para qué quería saberlo? Me llamo Juan, dije con un suspiro, como si al dar el nombre me desprendiese de una buena parte de mí mismo. Transcurrieron unos minutos, esperando alguna reacción que no llegaba y aceleré la velocidad moderada que llevaba el coche. Desde los campos parecía emanar una oscuridad que envolvía la carretera. Las luces del coche iban abriendo paso y conformando un túnel alto con las ramas de una hilera de eucaliptos que separaban el arcén de la derecha, de los cultivos. Por la izquierda, allá al fondo se vislumbraba el murallón de una pequeña cordillera, cuyas faldas plantadas de almendros y algarrobos, llegaban hasta la carretera, cerrando así la luz azulada y temblorosa que difuminaban las estrellas desde el firmamento. Alex se había deslizado por el asiento, apoyando las rodillas sobre la guantera delantera y el short se le había subido hasta casi las ingles. Parecía estar ausente, absorto, mirando todo cuanto iba poniendo al descubierto la luz de los faros del coche. Inmóvil, sus únicos gestos eran los de la mano izquierda acercando el cigarrillo a los labios y separándolo después con sensualidad, mientras se consumía. Por un instante el coche parecía haberse parado porque el escenario aunque se movía con la velocidad, iluminado por los faros, era como una foto fija sin troncos, piedras o cualesquiera otros referentes. Alex rompió el silencio y me dijo, con alguna intención que se me escapó en aquel momento: Lo que te he dicho es la verdad. No tengo dónde ir. Estoy de vacaciones. Quiero decir que no me espera nadie y por tanto me da igual. Lo único que quiero es alejarme de aquí. ¿Comprendes?, Sí, claro. Por el tono de voz dejé entrever que no entendía nada, creo que porque lo que me había dicho no era lo que quería escuchar. Como en otras ocasiones, no fui consciente de que, en algunos casos, no son los hechos observados los que me provocaban emociones que se van consolidando hasta crear sentimientos, sino que son sentimientos de origen desconocido, los que me sugieren emociones que despiertan abiertamente cuando encuentro hechos, datos, paisajes o recuerdos con los que acoplarme, como un guante de seda en una fina y delgada mano. Pero aquello era razonar. Mi intuición me decía que el muchacho me estaba diciendo, llévame donde quieras. ¿Qué podía hacer? Si no pasaba algo extraordinario, íbamos directos a mi casa donde se suponía que estaría Susana, despierta aún, esperando. Incluso mi hija habría llegado. Me quedé balanceándome sobre la duda que abría aquella frase de Alex. Tampoco podía ser tan pretencioso de entender a un muchacho que aparentaba tener veinticinco años menos que yo y que acababa de conocer. El hecho es que me ruboricé a causa de las tres cosas; por su pretensión, por la diferencia de edad y por estar dudoso sobre algo que parecía tan evidente. Recordé lo de un buen ataque y le interrogué de forma absurda y supongo que paternal por el tono. ¿No tienes padres? Apagó el cigarrillo y su mirada, primero de asombro y después burlona, me confirmó que efectivamente me estaba poniendo nervioso, y lo que era o me parecía peor, el muchacho se daba cuenta que estaba a punto de caer en el ridículo más espantoso y a mis años, sobre todo si tratas con un hombre joven, conjuntamente con el ridículo se suele ser también impertinente. Esperé, como si me ahogase el tiempo, sus palabras. Me miró enfadado, como cuando de pequeño mi madre me miraba riñéndome, después de haberme pillado en una travesura. Sí, claro. Pero, ya sabes, me quieren para ellos, no a mí. ¿Entiendes? Estoy cansado de ser quien soy, porque además casi siempre coincide con lo que quieren que sea. ¿No crees que a mi edad ya debería querer ser de la manera que a mí me guste, les guste a los demás o no?, Supongo que sí – le dije, y añadí-. Te lo dije porque parece como si huyeras de algo o de alguien. Parece...No. De nadie. Estaba con una amiga en el camping que hay unos kilómetros atrás. ¿Lo conoces?-.Y siguió sin esperar la respuesta,- De repente, me di cuenta que ella estaba enamorándose de mí y me he asustado. Solo eso. Supongo que me he comportado como un guarro, pero.... Hoy me encuentro raro, muy raro. Ni yo mismo me entiendo. No creas, la chavala es buena gente, como tantos buenos que sin darse cuenta te fastidian. Yo con estas cosas no tengo problemas, ¿sabes?, pero no me da la gana, si no estoy enamorado, atender solo a que me apetezca o no, cuando ella cree otra cosa. ¿Cómo voy a pasarlo bien sabiendo que, sin querer, la estoy engañando? No entiendo por qué las mujeres creen que con el reclamo del sexo pueden conquistar a alguien aunque uno solo quiera pasarlo bien, sin estar enamorado. Me gusta el sexo, sí, pero no me gusta engañar ni que me engañen. Las mujeres son tan previsibles... Supongo que será porque son pasionales y no hay nada más previsible que cómo nace y muere una pasión. Me extrañó tanta palabra y en especial aquella última idea y le pregunte: ¿Y los hombre no? No. Los hombres fantaseamos más; y ¿quién se atreve a saber cómo empieza y termina una fantasía? Afirmando con la cabeza le di a entender que quedaba claro y que participaba de su parecer. Subió los pies sobre la guantera y el cristal. No pudo evitar, ni parecía que quisiera, que el  short dejase al descubierto, de forma exagerada, los muslos. No quise reprimirme y miré por el rabillo del ojo, pero la carretera no era recta y no quería más sorpresas aquella noche. Así que reprimí el morbo y seguí mirando al frente, lo cual me obligó a fantasear sobre Alex y sus muslos, hasta que avergonzado, como si me hubieran pillado robando un libro, recurriendo a que estaba cerca el cruce por donde tenía que torcer para entrar hacia mi casa, intenté serenarme y centrar la cuestión en lo que me pareció que debía. Tienes razón. Puede que sean cosas de la edad, reflexioné con la mirada al frente. Mira, Alex- le dije tratando de recoger el hilo-, en el próximo cruce tuerzo a la derecha. A unos diez kilómetros tengo mi casa. ¿Comprendes? Vivo en una urbanización que hay ahí cerca del mar. ¿Te dejo, pues, en el cruce y esperas a otro coche?, Oye, no tengo dónde ir a esta hora de la noche. No me hagas eso... Lo que quiero es tan solo llegar a la ciudad y allí ya me las arreglaré. Supongo que faltará todavía un rato. Es que... ¿Quién va a pasar a esta hora? Anda, llévame. Se me abrieron todas las dudas posibles y junto a cada una de ellas un camino por el que seguir viviendo lo que quedaba de noche. Los fui descartando hasta quedarme con la que me pareció que debía transitar un hombre de mi edad en una situación como la que se abría en aquel momento y con un muchacho como Alex a mi lado. Me pareció que el futuro había llegado y de golpe además. Todo imprevisto por mi culpa pero naturalmente previsible, estaba a la puerta llamando y tuve la intuición de que el punto final había ya traspasado la línea del presente. Sin embargo no cerré todas las posibilidades porque no terminaba de tener claro por cuál de ellas debería salir, y sin saber por qué, dejé varias puertas abiertas para que fuese él quien apuntase una salida. ¿Qué quieres que haga, entonces? Alex no titubeó ni por un momento. Me miró con una sonrisa abierta y sin doblez, casi como si exigiera un derecho. Si no quieres acercarme a la ciudad, porque se te hace tarde, llévame a tu casa a dormir, solo por esta noche. La propuesta le salió con espontaneidad y tan natural, sin el menor asomo de zalamería. Lo cual, obviamente me llenó de dudas porque sugería que su ofrecimiento no tenía nada que ver con el clima que, me parecía a mí, se había establecido entre los dos. Lo miré entre sorprendido y sonriente. De momento no supe qué responder. Me quedé colgado y sin saber cómo dejarme caer. El hombre responsable que me gustaba ser, acabó imponiendo sus criterios, como sucedía en la mayor parte de las ocasiones que me planteaba la vida. Hasta tal extremo esto era así que mucha gente llegaba a pensar que realmente era lo que parecía. En esta ocasión lo tenía claro. ¿Cómo iba a presentarme en casa, en mitad de la noche, con un muchacho desconocido y decirle a mi esposa: aquí estamos, venimos a dormir? Con el sentido común por delante me resultó fácil encontrar la solución. No puedes venir a mi casa a dormir. Estoy casado. Lo dije suavemente y como insinuando que lo lamentaba. Como hay que soltar un no que intenta no herir, casi como si fuera un sí. En caso contrario Alex podía haber entendido que rechazaba una propuesta que siempre podría pensar que nunca hizo. Me quedé tenso a la espera. Pero Alex que en aquel instante parecía que sólo pensaba en dormir en algún sitio para seguir camino a la mañana siguiente, no quiso reflexionar más y siguió en la línea de la propuesta inicial, si bien pretendió introducirse en las contradicciones que empezaba a intuir que me paralizaban. Creo que por diversión. Como un juego, sin medir las consecuencias, si las pudiera haber. ¿Es por ti o por tu esposa? Por aquellos años yo no era consciente de que, en algunas circunstancias podía ser pusilánime, pero recuerdo que en pocos días, varias personas, en situaciones muy dispares, me lo habían insinuado, por eso fue como un golpe bajo, con las defensas bajadas y, de entrada, no entendía nada y como tantas veces me sucedía cuando andaba perdido en un diálogo, hice una pregunta para tomar tiempo, ver qué salía e intentar situarme en buena posición. ¿Qué quieres decir?, pregunté dando un paso más en la línea que había abierto y que empezaba a gustarme, Quiero decir -siguió Alex-, que si tienes miedo de tu esposa, porque cuando me vea llegue a intuir algo que todavía no ha pasado, o es que tienes miedo de mí. Pues mira: en tu casa o fuera de ella, no puede pasar nada de lo que creo que estás pensando. ¿De qué hablas? pregunté haciéndome el asombrado, aunque probablemente el no pensó en que me habían sorprendido sus palabras, sino que no sabía por dónde salir, y aunque quería parecer asombrado, en realidad debía tener cara de idiota. El hecho es que caí en la cuenta de que estaba al borde de un precipicio y por un instante se me abrió un paisaje nuevo, no esperado, que ahora me daba cuenta que existía, más bien se me estaba desvelando. Ahora reconozco que por entonces no era precisamente un adolescente incauto y virgen en este tipo de trances, pero también es cierto que no te defiendes igual con cuarenta y pico años por medio que además los llevas cargados a tus espaldas y apenas dejan asomar la valentía, fuerza y sinceridad, que a los veinte se tienen. De lo que quieres que pase –insistió Alex. Paré el coche en el arcén, me arrellané en el asiento, encendí un cigarrillo, ladeé la cabeza, después de soltar la primera bocanada de humo y le dije, tratando de que no se notase demasiado que estaba nervioso y manteniendo a la vez de una pose excesivamente autosuficiente, casi como un susurro: Tú estás loco, Otro error, me dijo agudizando los ojos, como queriendo penetrar más allá de lo que mi cara mostraba, lo cual debió ser harto difícil pues ni yo mismo sabía en aquel momento qué hacer ni cómo. Hacía mucho tiempo que no deseaba algo tan fuerte y confuso y a la vez que desease disimularlo con tanta delicadeza. Me agazapé sobre mí mismo y le dije, dispuesto a todo, ¿Ah sí? Tal y como supuse Alex andaba también un tanto desorientado y recurrió a la típica pregunta salvavidas, afirmando, Sí... Confundes a la persona que puede hacer una locura con un loco. Lo dijo con un tono claramente de defensa, como aceptando que, en última instancia, pasaría lo que yo quisiera y no parecía desagradarle, pero me dejaba a mí en una posición, que aunque fuese la habitual, al fin y al cabo era el mayor, pero me molestaba mucho que fuese tan evidente. Deduje, pues, qué me había puesto en una actitud que no era habitual en mí, aunque reconozco que en aquella ocasión no me molestaba el papel de ser suavemente agresor. No era mi forma de iniciar una aproximación. Sabía que solo sirve con algunas mujeres de carácter fuerte que solo encuentran placer en la sumisión, pero no me parecía el caso de Alex. Me costaba sangre y sudor abrir mi intimidad, mucho más que mi cuerpo y ya se sabe que para penetrar, en todos los sentidos, a una persona, primero debes acariciar algunos de sus más íntimos sentimientos. En mi caso sin embargo, una vez bajada la guardia y el recelo, que era la función defensiva que cumplía mi timidez, una vez desnudo mi cuerpo, desnudaba mis sentimientos y no tenía rincones donde no penetrase la luz de la mirada amiga. En más de una ocasión, cuando era demasiado tarde ya, lo había lamentado. Y no escarmentaba, supongo que porque no quería. A posteriori reconocía que siempre me había salido bien. Algo me decía que a mi edad debía ser más abierto y explorar cuantas posibilidades se me diesen sin pararme a pensar demasiado en el futuro, futuro que cada vez lo veía con menos sentido si éste no era como la prolongación de un presente que por ahora se me iba presentando bien. Pero en numerosas ocasiones ni encontraba la forma adecuada ni el momento justo. Hubo un silencio de los que se establecen sin previo pacto ni aviso, parecido a una tregua que se da entre dos contrincantes por cansancio mutuo y escaso interés en resultar vencedor, y que cada cual aprovecha para hacer recuento de fuerzas e inspeccionar posiciones, sabiendo que habrá que volver al ataque, o como cuando los artistas, en el entreacto descansan, fuman y beben a la vez que repasan mentalmente, la entrada a escena con el siguiente acto. ¿En serio crees que tengo ese concepto de ti?, Qué más da. La verdad es que no creo que te interese demasiado mi vida. Así me dijo, y como era natural con ese tipo de frases que resulta dificilísimo saber hacia dónde y mucho menos qué pretenden, de nuevo busqué tiempo y algo que contestar, para que no diese la impresión de que estaba desconcertado. Tampoco es que me importase demasiado lo que pensase él. Terminaba de conocerlo y aunque reconocía que era hermoso y todos los caminos estaban abiertos, o eso me parecía en un exceso de autoestima o mejor dicho de vanidad, en realidad prefería seguir el juego sutil que creía que estaba jugando. Para entonces creía que, sin haberlo hablado con él, las reglas del juego ya estaban claras y me encontraba muy bien jugando. Avancé posiciones, sin ánimo de avasallar. Sabía que pese a su juventud lo entendería sin ofenderse. Bueno, sólo trataba de ser amable contigo y hablar de algo. Debió ser la situación, la hora, un joven hermoso, los dos solos...Nunca imagine que serías así. ¿Qué pretendes?, me dijo. Y añadió: Eres un hombre casado. En ese momento, de no haber estado sentado supongo que me hubiese tambaleado y tendría que haberme apoyado en algo sólido para no caer. El golpe había sido fuerte, pero más aún que la contundencia, me afectó el tono casi como de condescendencia, como si sentado varios metros por encima de mi cabeza, me viese pequeñito, infantil y con una manifiesta predisposición a perdonar mi travesura y seguir jugando. De repente encontré su flanco débil y le dije, Ya veo que tienes poca imaginación. Me encontraba embarazado, lo sentía así, aunque creo que Alex no lo percibía en toda su dimensión, afortunadamente. Lo que en un principio parecía que iba a ser una línea recta estaba resultando muy quebrada y con numerosos recovecos a los que atender y por los que me perdía de vez en cuando. Fue entonces, medio perdido que entendí por qué él no parecía perderse y difícilmente lo pillaba fuera de juego. Se trataba como si su sentido de la orientación no tuviera un norte y en consecuencia su brújula siempre marcaba hacia donde debía. Mientras tanto había perdido la noción del tiempo y el entorno hasta que caí en la cuenta de cómo pasaba el tiempo al observar que el sol, redondo, grande y blando, con destellos metálicos, estaba saliendo desde el mar y la noche iba suavizando su oscuridad como una antesala del amanecer el cual, por el reflejo en el mar que hace de espejo, lo suaviza hasta que, con descaro y enrojecido por el esfuerzo, de entre las sombras van surgiendo paisajes diversos. En los aledaños, los surcos de alguna esteva profunda hacían parecer los campos como hojas rayadas preparadas para escribir los sueños de algún aplicado agricultor en espera del fruto. Consciente de dónde estaba y con quien, intenté penetrar por otro frente con otra pregunta de las que sirven para cualquier situación y qué lógicamente apenas sirven para nada, salvo para ganar, o perder tiempo. ¿No piensas nunca? ¿En qué?, me contestó pillado de improviso. No sé. En cualquier cosa. En lo que haces, por ejemplo. No sirve de nada. Cuanto más piensas peor. Además, te puede pasar como al ciempiés. Se puede vivir sin pensar. Me di cuenta rápidamente que estaba dando tumbos sin saber cómo continuar con el asedio, que era en aquel momento lo único que tenía claro. ¿Como los animales?, remaché tratando de ser contundente. Sí. Como lo que deberíamos ser más a menudo. Otra vez me quería noquear. Decidí hacer una finta y salté la barrera de la cortesía intentando hacerlo desde una posición de hombre sensato y razonable. ¿Habría olvidado que podía ser su padre? Oye, por cierto- insistí- deberías bajar los pies. No es por nada, pero me gusta tener el coche limpio y llevas las zapatillas sucias de barro. Había acertado y se vio sorprendido con mi cambio brusco replegándose mediante una contestación que lo ponía de nuevo en el papel inicial de chico autoestopista recogido en una carretera solitaria en medio de la noche por un buen hombre al que no conocía. Su contestación, afirmando implícitamente no ofrecía dudas. Perdona, hombre. Estábamos a quinientos metros del cruce anunciado por mí y por el que me tenía que desviar. Puse el coche en marcha, y lo aparqué casi de inmediato a doscientos metros, en un pequeño descampado que había en el ángulo que formaba la carretera por la que veníamos con la que debía coger para ir a mi casa. De esta manera, Alex quedó con la puerta cerca de unos matorrales, yo en la misma ralla de la carretera principal y el coche ligeramente inclinado hacia Alex. Apague las luces de posición y el motor. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a Alex. ¿Quieres?, Sí. Espera. Mientras contestaba, Alex se puso de rodillas sobre su asiento y por entre los apoyacabezas de los dos asientos delanteros, rozándome, metió medio cuerpo hacia los de atrás, intentando llegar a la bolsa de deporte que seguía allí, donde él la había puesto al principio. Mientras hurgaba en la bolsa, buscando algo entre la ropa, volví a observar fijamente el cuerpo arqueado del muchacho. En esta ocasión, me sorprendí mirando con deseo su cuerpo esbelto. Fue un momento porque, sin ningún motivo, me dio la impresión que alguien desde algún punto de la semioscuridad del amanecer nos estaba observando atentamente. Pero no fue eso lo que me puso nervioso y alterado, fue que estaba seguro que si hubiera alguien estaría adivinando mis pensamientos. Recuerdo perfectamente que nada sucedió, pero en aquel momento estaba convencido de que si hubiera habido alguien se habría acercado recriminándome. Pero estaba lanzado. Quería terminar fuese cual fuese el desenlace que me esperaba. Corrí mi asiento hacia atrás para ponerlo a la altura del de Alex y como al descuido dejé la mano derecha sobre su pantorrilla y la mantuve mientras el encontró lo que buscaba en la mochila. Cuando se sentó mi mano seguía igual pero al cambiar de posición quedó tocando su muslo. Tenía que notarla, estaba seguro, pero cuando me ofreció lo que había encontrado en el macuto, una botella mediana de whisky medio vacía, me llegó todavía un S.O.S, último aviso al que no hice caso. ¿Un trago?, me invitó envuelto en una sonrisa amplia y fresca. Imposible de observar doblez, por más que intenté resistirme. Toma un poco, anda. Por aquí no debe haber controles de alcoholemia- dijo, guiñándome un ojo. Observé que me apetecía que las cosas tomaran las riendas sin consultarme. ¿Qué hacemos?, se me ocurrió decir mientras seguía con una mano en su muslo. Bebí un sorbo en la espera, y se la ofrecí. De repente sin dar crédito a lo que oía, me dijo, Podíamos quedarnos a dormir aquí en el coche. Total está amaneciendo y me largaré con el primer vehículo que pase. ¿Te parece? Su crueldad me pareció increíble y a punto estuve de decirle que se largara, hasta que me fije en su sonrisa cargada de ironía y deseo y consideré que, por una vez al menos, tenía derecho a violentarlo, y puede que si era lo que intuía, todo saliese como debía. La verdad es que, en contra de lo que aquel día, en aquel momento pensé que estaba dispuesto a hacer, tenía claro que estaba derrotado, entregado y dispuesto a lo que Alex hubiera querido. Creo que en el fondo, incluso hubiese aceptado llevarlo a mi casa y que hubiera pasado los días de vacaciones que decía tener, allí conmigo y mi esposa. Una locura que quedó en el aire. Quizá por eso, para mí Alex no fue, como pudiera parecer, una aventura. En realidad, los hechos y nosotros como sujetos de los mismos, suelen tener una significación visible, relativamente fácil de entender, pero por el sustrato, a escasa distancia de la epidermis, aunque oculta, corre siempre hay una alternativa que tienta y tienta y ofrece otra salida. De ahí que, incluso cuando el tiempo viene a demostrar que estuvo bien la decisión que tomamos, queda siempre un interrogante colgado de qué hubiese sucedido con otra decisión posible. Vano intento, después, de saber qué hubiera pasado. Supongo que este mecanismo mental es el principal responsable de que nunca seamos totalmente felices. La memoria, en ocasiones, tal casquivana siempre, incluso nos hace dudar respecto a si tomamos la decisión que creemos o fue otra. Al final me quedé inmóvil. Tenía la impresión de que tiraban de mis brazos dos percherones, uno de cada brazo en sentido contrario y que en cualquier momento si uno de los dos no cedía, podían rajarme por la mitad. Mientras bebía me había puesto de lado en el límite interior del asiento, subí la mano derecha que seguía en el muslo de Alex, y serenándome di un paso más. Le cogí la cabeza por la nuca, la acerque hacia mí y conseguí besarlo. Tal vez no podía pasar más que lo que pasó, el hecho fue que el deseo derribó las pocas defensas que todavía se mantenían en pié, de manera que Alex se ladeó un poco, nos besamos de nuevo, con recelo al principio, temerosos quizá de hasta dónde podíamos llegar. Con ansia después seguimos besándonos. Alex fue bajando por mi pecho hasta llegar a la bragueta, mordiendo con suavidad y aspirando profundamente, momento que aproveché para abatir mi asiento hacia atrás y abrir un poco las piernas. Solo fue un momento, porque su habilidad hizo que no tuviera necesidad de preocuparme, de manera que le agradecí sus mimos acariciándole la cabeza, cuando el ritmo de Alex lo hacía posible, porque elevaba su posición para mirarme. Cuando noté por su excitación que con su otra mano estaba cerca de provocarse una convulsión, intenté y conseguí que llegásemos al éxtasis los dos a la vez y recordé el verso: Si no me quieres comer, rózame al menos con tu lengua hasta que mire al cielo de frente. Después de unos largos minutos de silencio, me pareció que ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Parecía como si luego de aquella explosión de suave lujuria estuviera peregrinando por su asombrada y relajada mirada y solo me atreví a acariciar los contornos de sus mejillas encendidas y me extrañó, dada su juventud, que en su frente hubiera podido leer un rótulo impreciso, grafiado con una extraña lengua que dijese; no puedo más. Como si me reprendiese acusándome de buscar un hombre cuando sabía que él era un niño cruel, burlón y sin ningún miedo a la indecencia de morir. Me abroché el pantalón, encendí un cigarrillo y pensé que la brisa del mar estaba a nuestro alcance. ¿Quieres que bajemos del coche?, le dije. Alex intentó contestar, pero su voz quedó ahogada por el chirriar de un coche que frenó de manera brusca en mitad de la carretera principal. Bajó un joven de unos veintitantos años, vestido de esport, que se acercó a mi ventanilla. Recuperé el control de mis manos y enderecé la posición de mi cuerpo y pude oír, como en un sueño. Oigan, para la ciudad, ¿voy bien, recto? Alex, presuroso como despertándose de un sueño, preguntó antes de que pudiese yo decir nada: ¿Vas a la ciudad?, Sí. Eso intento, llegar- contesto el conductor. ¿Me llevas? La oscuridad de la noche había desaparecido y un nuevo día se anunciaba con todo lujo de detalles. Presentí el desenlace y quise retener la fragancia de su sonrisa, los titubeos de sus ojos y los trazos de sus caricias. Pero fue en vano. Alex se volvió a mirarme, como agradecido no sé de qué. Me cogió con ambas manos la cara, y me miró a los ojos. Se acercó despacio y me dio un beso largo. Recogió la bolsa de deporte, que casi no pudo pasar por entre los asientos y bajando él y la bolsa, me dijo. !Gracias y suerte¡ Ya fuera del coche, después de rodearlo y antes de subir al que iba a llevarlo a la ciudad, me saludo con la mano extendida. Prendido de su mirada no tuve tiempo de mirar su esbelto cuerpo ni su andar de felino, sereno y satisfecho pero sabía que su sonrisa era tan ancha que había cubierto mi infancia, mi juventud y aun mi futuro. Tal vez por eso su silueta se me quedo un poco borrosa. Arranqué el coche, encendí un cigarrillo, conecte la radio y habían terminado la cantata de Telemann. Ahora era el adagio del concierto para oboe de Marcello el  que sonaba. Pero no quise ponerme sentimental porque un futuro perfectamente previsto y secuenciado me esperaba, y seguí conduciendo. Faltaba poco para llegar. A Alex no lo he vuelto a ver, pero he tenido diversas explicaciones del significado de aquel extraño encuentro, según pasaban los días y los meses. Durante las siguientes semanas, al despertarme por las mañanas y ponerme delante del espejo para afeitarme y acicalarme mi cara, llegaba a la conclusión de que, necesariamente había sido un sueño. Posteriormente, viajando por ciudades y pueblos, me pareció verlo por la calle, en un bar, en el tren, hasta que llegué a la conclusión de que debía haber miles y miles de muchachos como Alex, con cuerpos igualmente atractivos, con sus mismos ojos, sus mismos cabellos castaños hasta media espalda y con la misma sonrisa. Incluso con la misma ropa y, aunque no me atreví preguntar a ninguno, llamándose también Alex. Ahora, en la medida de lo posible, mantengo varias versiones y según mi estado de ánimo, recuerdo una u otra, todas de manera agradable. Almorzando un día con una compañera del despacho, comenté el parecido, aunque no de qué lo conocía, y me aclaró que son clones de un modelo diseñado por la moda globalizada. Pero no me hizo dudar, estoy seguro de que todo lo que recuerdo pasó, al menos eso era lo que mi memoria, cuidadosamente, guardó y no sé por qué, durante tanto tiempo, se me aparecía mezclado con mi fantasía. Creo que aquel día, sin preverlo, caminé huyendo hacia un futuro tan confuso como todo porvenir, quizá buscando mi pasado y  tropecé con Alex y puede que ambos mutásemos o tal vez dimos la vuelta y nos vimos la cara oculta.

Por eso digo que sí; Alex existió.