LA CARA OCULTA DE EDIPO.
José Garés Crespo
Recuerdo que cuando
conocí a Alex me encontraba en un dilema, como cuando desde una cima tienes la
mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero también atrás. Tenía
cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había llegado y el que
me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó aquella
noche, me resulta difícil saber si era el final o el inicio de algo serio en mi
vida, de una nueva etapa o el último acontecimiento de la vieja, o tal vez eran
las dos cosas al mismo tiempo. Todavía hoy, cuando intento reconstruir, no lo
que pasó, aunque también, sino qué significado tenía, sigo sin tenerlo claro.
Pero ahora la sangre ya no ruge como entonces aunque lamentablemente hay poco
tiempo para el perdón y solo algún suave sentimiento queda todavía en custodia.
Conocía muy bien el camino que transitaba a diario y, aunque despierto, la
somnolencia de la cena y la hora hacían que, de vez en cuando, cerrase los ojos
por instantes, en parte arropado por la rutina del trayecto y el hábito de
fumar. Recuerdo que fue solo un breve instante. Justo el tiempo que tardé en bajar
la mirada de la carretera para no apagar la colilla, como casi siempre, fuera
del cenicero. Fue suficiente para que al volver los ojos al frente apareciese un
hombre al inicio del trozo de carretera que iluminaban las luces de cruce del
coche, las que habitualmente llevaba puestas. La repentina aparición me obligó
a apretar el pedal del freno tres veces consecutivas, con fuerza, hasta que
conseguí pararlo. El hombre, demostrando una cierta agilidad, se apartó bruscamente
y pudo situarse en el límite del arcén con la cuneta. El coche le sobrepasó
unos metros que recorrió hasta situarse a la altura de la ventanilla delantera
del copiloto. Con el coche frenado, el motor en marcha y los ojos cerrados,
suspiré profundamente. Seguía con las dos manos apretando el volante, como si
tuviera miedo de echar a volar. Abrí los ojos cuando escuché los golpes contra
el cristal de la ventana opuesta. Hice un esfuerzo mental e intenté serenarme y
pude volver a la realidad que estaba ocupada casi totalmente por lo que me pareció,
en aquel instante, una cara de hombre. La noche era negra, con estrellas y sin
luna, de manera que los pinos que rodeaban la carretera eran una sólida mancha
oscura y la luz de los faros solo iluminaba un triángulo al frente, manteniendo
en la sombra al hombre, pero pude verle la cara ladeada y pegada al cristal,
percibiendo dos detalles que me situaron. Uno, que era un hombre joven, casi un
muchacho, y dos, que era bastante más alto que mi coche, ya que para poder
asomarse a la ventanilla tenía que estar encorvado. Tuve la intuición de que
iba a tener problemas. Confuso aún, pude confirmar, por la posición que
mantenía el hombre pegado al cristal, que los rasgos de la cara eran
inequívocamente de un hombre joven, con el cabello largo. En aquel momento no
es que me importase demasiado y mucho menos venía a cuento, pero se me ocurrió
pensar que en algunos casos es mejor un hombre alto que uno bajito. Casi tan rápidamente
como se me ocurrió esa tontería me recriminé de pensarla. Sin embargo noté que intuitivamente
tomaba posiciones, como tratando de estar predispuesto a un encuentro desagradable.
Todo lo cual era absurdo y solo podía deberse al cansancio. Había estado todo
el día de reunión en reunión terminando en una aburrida cena de las llamadas de
negocios en la que lo único que había que negociar era decidir el momento
adecuado para hablar con el comité de empresa, presentar la quiebra y terminar
algunas operaciones contables para desviar a pérdidas algunos recursos, dejando
el mínimo en caja y en las cuentas bancarias, habida cuenta que de los
trabajadores se haría cargo la Seguridad Social. No había sido fácil pero al
final habíamos encontrado una solución pactada con la mayoría del comité de
empresa. Como casi siempre en estos casos, una solución menos perjudicial para
la mayoría y muy beneficiosa para unos pocos, pero que desatascaba el problema
y la dirección se salía con la suya. La verdad es que había hecho un buen
trabajo. Era lo que se correspondía con los honorarios que me pagaban. Otra
gente podría pensar que me había vendido, pero hasta los sindicatos entendieron
que era el mal menor. Sin parar el motor, volví la mirada hacia la ventanilla y
apenas pude ver unos ojos de forma almendrada y color claro, que podían ser
azules, pero también verdes. Por los rasgos aparentaba un muchacho de unos
veinte años. Lo tomé en cuenta y tratando de ponerme en guardia, no sé si
contra aquel joven extraño o contra mí mismo, visualicé mentalmente las
secuencias siguientes. Abriría la ventanilla, le preguntaría hacia dónde iba
para decirle que yo iba en sentido contrario y seguiría mi camino. No era la
primera vez y la vida se me estaba complicando excesivamente en los últimos
meses. Era tiempos de incertidumbres, días de paso, de amores regalados y
olvidados baños en el mar. No podía caer en ninguna veleidad. Venían malos
tiempos y tenía que aquilatar cada paso que daba y cerrar espacios por donde se
dispersaban mi tiempo y mi trabajo. Casi al mismo tiempo pensé que llegaba
tarde para ejecutar ese plan. Tenía que haber seguido mi camino como si no lo
hubiera visto. Vi los gestos que hacía con la mano derecha abierta, como
saludando en un puerto, desde lo alto de un barco. Dudé en abrir la puerta o bajar el cristal, pero bajé
el cristal de la ventana, por prudencia y también porque quizá al estar tan
pegado el muchacho, la puerta podría tropezar con su cara al abrirla. Así lo
hice y pude oír su voz, un tanto sorda de tono pero adecuada para la edad que
parecía tener. ¿Dónde vas? Antes de contestar, que fue lo primero que se me
ocurrió, me di cuenta de que en aquella escena podía haber un cambio de
papeles. Lo percibí antes siquiera de saber cual era el suyo; más aun, sin tan
solo saber si yo tenía papel que representar y en este caso cómo debía actuar. La
normal pregunta que todos nos hacemos respecto a qué significa cada cosa o
persona que aparece en nuestro entorno, me la contesté rápidamente respecto al muchacho,
al darme cuenta de que me tuteaba. Creí que con ese dato era suficiente para lo
que necesitaba saber. A pesar de que la situación empezaba a rozar el absurdo,
o quizá por ello mismo, me arriesgué y contesté asumiendo de lleno el que
parecía habérseme asignado. Lo hice consciente de que, aunque también él podía
haber tomado la iniciativa y podía marcar el rumbo de la situación, no lo había
hecho. A mi casa. ¿Y tú?, contesté de manera mecánica, como si quisiera
condicionar la respuesta. Me da igual dónde ir. Lo que quiero es irme de aquí. La
respuesta que me dio el muchacho no dejaba margen para mantener alguna duda
respecto a lo que podía pasar, y que era, probablemente, una situación normal,
si no fuera por la hora tan insólita. Seguí expectante unos instantes, ganando
tiempo y preparando aceleradamente varias respuestas para despejarme el camino
y salir disparado a dormir. Tuve un momento de confusión. Primero pensé: qué
mala suerte, con el sueño que tengo, tropezar con un muchacho a la deriva, pero
casi al mismo tiempo tuve la inevitable tentación en estos casos, de que tal
vez estaba a la puerta de una aventura. De lo cual me reí a continuación. No
era hombre dado a aventuras, nunca lo había sido, aunque mirándolo bien, ahora,
precisamente ahora, una aventura algo fuerte que me sacudiese y obligase a
saltar, a sobrevivir al desalojo de mis sueños, de una muerte preparada, me
vendría bien, me dije, como queriendo tranquilizarme. En cualquier caso, no era
una situación ordinaria y como no sabía muy bien cómo entenderla, preferí no
equivocarme y tomé precauciones. Finalmente, mientras le preguntaba me
cuestioné de qué huiría el muchacho. ¿Qué quieres decir?- interrogué, cambiando
la expresión de la cara y arrugando el entrecejo hasta casi cerrar los ojos,
como si me molestase la oscuridad. El muchacho no pareció arrugarse e insistió,
arrimando un poco más la cara hacia el hueco de la ventanilla del coche. Quiero
decir que me lleves donde quieras. ¿No vas dirección norte?, Ya...Sí, sí, Pues,
eso. La situación no dejaba de ser extraordinaria, no tanto por el diálogo que
estaban manteniendo un muchacho de alrededor de veinte años y un hombre de
cuarenta y pico, ni tan solo porque el escenario fuese una oscura noche de
verano en mitad de una carretera cuya población más cercana estaba a diez
kilómetros, sino porque, por un momento, pensé que, casi con total seguridad,
aquel inesperado encuentro iba a modificar muchas cosas en mi ordenada y
sedentaria vida, que, por otro lado llevaba un ritmo acelerado, sin casi tiempo
para saborear cuanto me sucedía. Tal vez porque apenas tenía sentido pararse a
valorarlo, dada la uniformidad de los perfiles de los hechos que conformaban mi
vida, tan monótonos y parecidos. Llevaba ya algunos años viviendo diez horas
acelerado y las catorce restantes con una quietud exasperante. Estos cambios de
ritmo son los que matan. Como si de una premonición se tratase, desde hacía
unos días, venía pensando que la llegada a nuestra existencia de una persona
nueva, en la mayor parte de ocasiones produce, sin apenas darnos cuenta, una
reordenación de muchos aspectos de la vida, hábitos, costumbres, ideas, de
manera tal que pareciera que entramos a vivir en un nuevo mundo, en el que
sigue, aparentemente igual todo cuanto había en el anterior, pero con matices
distintos, los suficientes para, aunque sabemos que son los mismos, respirar un
aire distinto y, si nos hace falta, podernos imaginar que vivimos en un mundo
nuevo olvidando mis largas noches sin besos, sin nubes, ni luna, ni estrellas...en blanco. Como
diría mi amiga Julliete, creo que la importancia de algún elemento del entorno
de nuestra vida se aprecia con los cambios que se producen cuando desaparece o
aparece por primera vez. ¿Habría llegado el momento? Se impuso la realidad del
instante y pensé que lo mejor era excusarme de cualquier forma y arrancar el
coche que seguía en marcha con las luces encendidas. Sin embargo, le abrí la
puerta. No sin antes asombrarme del comportamiento semiautomático que estaba
teniendo, como si tuviera memorizado un extraño guión y mi reacción estuviese
reiteradamente ensayada. Tuve que abrir la puerta despacio porque el muchacho
no entendió, con la suficiente rapidez, la acción que iniciaba al inclinarme
sobre el asiento del copiloto para abrir, y aun así, a punto estuvo de caerse
de espaldas en el arcén, como consecuencia del pequeño roce que tuve que
hacerle para abrirla. Ninguno de los dos dijo nada, ni yo pedí perdón ni él se
quejó. El mohín que mostró su cara igual podía ser de enfado como de
agradecimiento. En aquel momento, no me preocupé demasiado por entenderlo, fue
bastante tiempo después, tratando de asimilar por qué y dónde había actuado
mal, de manera que las circunstancias me llevasen a donde llegué, cuando pude
percibir que en ese preciso momento, al abrir la puerta del coche, empezó todo
lo que posteriormente me iría sucediendo. Solemos ser bastante simples en las
situaciones confusas y apenas encontramos una causa para nuestra actuación nos
quedamos satisfechos, cuando en realidad siempre suelen ser varias las causas. Somos
la concreción vital de tantas abstracciones que solo pensarlo me da vértigo. Pero
tratar de ordenar cual es la principal y cuales las secundarias resulta
demasiado complejo. Por eso quizá, todavía hoy, muchos psicólogos practican el conductismo
y lo cierto es que les va bien. También era cierto que dejar tirado a un muchacho,
en la carretera o en cualquier otra circunstancia, no iba con mi manera
habitual de actuar. Prefería dormir tranquilo con mi conciencia, bastante
exigente, por cierto, aunque alguna vez fuese a costa de parecer un poco
ingenuo y lento. Desde hacía algún tiempo tenía claro que la puesta de moda de
la psicología había tenido un efecto perverso (o puede que sea la causa): el de
la sobrevaloración del yo en una actitud más que de ensimismamiento, de
obnubilación narcisista que lleva, en muchos casos de las relaciones humanas, a
la exacerbación de las diferencias de cada persona respecto a otra. La
tendencia, que todavía se amortigua entre sujetos de una misma cultura, ciudad
o familia, sobresale cuando no se dan estos constructos sociales, despertando
las diferencias hasta el racismo, que no se limita, obvia y únicamente a las
diferencias del color de la piel, o las diferentes violencias de género que
existen. El hecho real de que cada niño sea diferente a la hora de nacer y
tenga un modo propio de reaccionar emocionalmente, de actuar y controlar su
acción por cuestiones genéticas, nos hace olvidar la inmediata y continua
asunción de aquellos valores que irá compartiendo el resto de su vida, creando
y recreando la sociedad del entorno como espacio de convivencia y realización
personal. La patología, siempre individual, oculta la ontología que todo
hombre, por el hecho de serlo, comparte como ser universal, estadio de la persona
sobre el que necesariamente se asienta lo social, lo colectivo. En tanto en
cuanto esto nos diferencia de los animales, el ser social, la persona, de
seguir avanzando esta tendencia, estaríamos cavando una fosa desde la que
volveríamos, a pesar de los avances técnicos, a los orígenes de la tribu. Lo
cierto es que me sonreí mentalmente al observar mis pensamientos y me detuve en
la argumentación que usaba aquel muchacho y me quedé extrañado al venirme a la
memoria que nunca había subido a ningún autoestopista. Lo que no podría saber
nunca con exactitud es qué hubiese sucedido si no llego a abrir la puerta y
arranco el coche dejando al muchacho, como fue mi impulso inicial. Por eso es
absurdo que quince años después siga pensando qué hubiera pasado si no hubiera
abierto la puerta del coche. Una vez la puerta del coche abierta el muchacho
cogió con la mano izquierda una bolsa mediana de deporte que llevaba, mientras
que con la derecha, inclinando medio cuerpo dentro del coche, levantó el seguro
de la puerta de atrás con toda naturalidad. Me resultó difícil no ver el inició
de su pecho, casi hasta los pezones que se marcaban debajo de la camiseta verde
que llevaba sin mangas. El muchacho depositó la bolsa en el asiento trasero y
cerró la puerta, sentándose delante, a mi lado. Observé, por su rostro y
ademanes que era atractivo y me sorprendí a mí mismo dando un paso más y
pensando que incluso podía que fuese arrebatador y voluptuoso. Necesité
pensarlo con urgencia para tomar las medidas preventivas adecuadas y mantener
viva la alerta. En aquel momento se me olvidó una máxima que en ocasiones usaba
respecto a que la voluptuosidad estaba en el cerebro del dueño de los ojos que
miran. Antes de decidir arrancar el coche y para completar el examen del joven,
observé que llevaba unos pantalones cortos de lycra, que aunque cubrían una
parte de cintura hacia abajo, casi hasta las rodillas, resaltando a la vez lo
que tapaban, dejaban al descubierto unas piernas bien moldeadas y firmes que
terminaban, en unos pies de medidas normales, calzados con zapatillas de
footing, y por el otro con unas nalgas respingonas que conformaban un trasero
perfecto, de acuerdo con mis gustos. Salí de la contemplación con el bocinazo
de un camión que se vio obligado a hacer un zigzag violento para no llevarse
por delante mi coche con los dos dentro. Tuve un lapsus y de vuelta me di
cuenta de que mantenía el motor en marcha y que la radio seguía ofreciendo la
interpretación que hacía un tenor francés del Aria de una Cantata de Telemann. Desconecté
la radio. Hubiera dicho que rl coche no se había movido pero la verdad es que tenía
la mitad de la carrocería en el arcén. Observé que las luces de posición estaban
encendidas. El camionero debía conducir medio dormido ya que las luces debería
haberlas visto a distancia, en aquella noche cerrada sin más luz que un tenue
reflejo azulado obscuro de las estrellas sobre las hojas de los olivos y
naranjos. Antes de arrancar, suspire, más bien di un resoplido, como saliendo
de otro trance, me quedó mirando al muchacho que seguía sentado tranquilo,
igual que si todo formara parte de un plan que hubiera estado previsto y me
sonreía, tal vez para darme confianza y serenidad. Me hacía falta. Arranqué el
coche y pregunté, mirando al frente. Bueno, ¿vamos allá? El cruzó los brazos,
hizo un mohín y se arrellanó en el asiento. Cualquiera que hubiese podido
observarlo con detenimiento, habría llegado a la conclusión, atendiendo a la
serenidad que desprendían sus ojos, el equilibrio del conjunto de su cuerpo, el
perfil de su cara y la sensualidad de sus manos, que abiertas parecían querer
peinar sus cabellos con los dedos, que era una de esas personas que están
predestinadas a ser felices, incluso en situaciones retorcidas y tensas, estado
de ánimo que perfectamente se podía confundir con la indiferencia o apatía.
Pero quise ir más allá de las apariencias y pude ver que en aquel momento
parecía que viniese de una situación desagradable y temiera entrar en otra de
iguales o peores características. Al muchacho parecía que le resultaba extraña
aquella situación, como si nunca en su vida hubiera decidido hacer nada y sin
embargo no parara de hacer, de ir y venir, como si tuviera una o varias metas
que alcanzar, como si alguien lo llevara de la mano de aquí para allá, siguiendo
un orden tan desconocido que solo a posteriori podría establecerse el guión.
Era muy probable que en alguna ocasión hubiera intentado encontrarlo y que
desde hacía tiempo se dejara llevar. En este sentido pareciera que de nuevo se
encontraba en otro vaivén sin causa aparente. De reojo observé que me miró un
instante largo, aprovechando que yo estaba pendiente de la carretera y luego
volvió la mirada al frente, al espacio que alumbraban los faros del coche y
huía desesperado por las ventanas. La luz, que se iba tragando los árboles sin
dar tiempo a observarlos, debió
invitarlo a reflexionar sobre su vida y suscitarle recuerdos no muy agradables,
porque arrugó el entrecejo y se ausentó. Supuse que necesitaba salir de
aquellos recuerdos y lo hizo como solemos hacerlo la mayoría, acudiendo al
truco de hablar de algo para intentar forzar al pensamiento que siguiese detrás
de lo que él decía y huir así del recuerdo que le ofrecían las revoltosas
neuronas, como tema de reflexión. ¿Me das un cigarrillo? Fui lento en
responderle, justo porque me pillo pensando en él y no creí que pudiera salirse
de su ensimismamiento y tratar de entrar conmigo en una conversación a dos.
Pero hice un esfuerzo, aunque por toda contestación me limité a hacer un gesto
que parecía de asentimiento. Con esta respuesta dejé pasar unos segundos y saqué
del bolsillo derecho de mi chaqueta una cajetilla de tabaco rubio típicamente
americano y le ofrecí un cigarrillo, golpeando el cabezal de la cajetilla sobre
el volante, con tan mala suerte que cayeron dos al suelo y uno quedó medio
fuera de la cajetilla. Ninguno de los dos trató de recoger los caídos y el que
asomaba de la cajetilla el muchacho se lo puso entre el dedo índice y el corazón
de la mano izquierda y se me acercó, en ademán de pedirme fuego, pero el coche atravesaba
unas curvas y tal vez le pareció que no atendía su gesto, pero fue porque
estaba mirando al frente. El hecho es que el muchacho se dio cuenta que el
coche llevaba mechero y pulsó para encenderlo. ¿Cómo te llamas? pregunté, arrellanándome
sobre el asiento y aparentando
indiferencia. La pregunta pretendía romper la concentración de los dos,
distender el espacio e introducir un aire propicio para la comunicación. Supuse
que, al igual que yo, también él, aunque aparentaba lo contrario, estaba
pensando en sus cosas a la vez que tratando de adivinar en qué estaría pensando
yo. Todo a la vez. El silencio se prolongó demasiado y se hizo tenso,
impersonal y limpio, únicamente alterado por los extraños dibujos que el humo
que despedía su cigarrillo configuraba en el interior del coche. La respuesta llegó
con un tono de naturalidad, pero que pareció dar un salto sobre una situación
que se estaba enfriando excesivamente. Tuvo un efecto reconfortante y dejó
abierto un resquicio para poder seguir hablando de cualquier cosa que se nos
ocurriera. Alex. ¿Y tú? La contestación tuvo mucha carga en el tono, aunque
hubiera sido difícil evaluar con exactitud qué pretendía. Distraído con la
conducción, me quedé en blanco y no supe qué contestar, pero por el rabillo del
ojo observé que Alex se quedó ladeado y mirándome fijamente. No tenía, pues,
escapatoria. El hecho es que su contestación, aunque volvió a dejar colgando
una pregunta, como un golpe seco cerró el espacio abierto, como si alguien
extraño hubiese decidido que no era conveniente que supiéramos demasiado cada
uno del otro. Alguien parecía susurrarme que no debería demostrar tanto interés
sobre tantas cosas. Lo que más me molesta, en general y también en aquella
ocasión, es que se supiera qué iba a hacer o a decir. Es como si ni intimidad
estuviera abierta de par en par y antes de que yo tomase una decisión alguien
ajeno estuviera ya valorándola. ¿Tenía, ahora, que contestar lo que se supone
que debía, dando mi nombre a aquel muchacho que vete a saber para qué quería
saberlo? Me llamo Juan, dije con un suspiro, como si al dar el nombre me
desprendiese de una buena parte de mí mismo. Transcurrieron unos minutos, esperando
alguna reacción que no llegaba y aceleré la velocidad moderada que llevaba el
coche. Desde los campos parecía emanar una oscuridad que envolvía la carretera.
Las luces del coche iban abriendo paso y conformando un túnel alto con las
ramas de una hilera de eucaliptos que separaban el arcén de la derecha, de los
cultivos. Por la izquierda, allá al fondo se vislumbraba el murallón de una
pequeña cordillera, cuyas faldas plantadas de almendros y algarrobos, llegaban
hasta la carretera, cerrando así la luz azulada y temblorosa que difuminaban
las estrellas desde el firmamento. Alex se había deslizado por el asiento,
apoyando las rodillas sobre la guantera delantera y el short se le había subido
hasta casi las ingles. Parecía estar ausente, absorto, mirando todo cuanto iba
poniendo al descubierto la luz de los faros del coche. Inmóvil, sus únicos
gestos eran los de la mano izquierda acercando el cigarrillo a los labios y
separándolo después con sensualidad, mientras se consumía. Por un instante el
coche parecía haberse parado porque el escenario aunque se movía con la
velocidad, iluminado por los faros, era como una foto fija sin troncos, piedras
o cualesquiera otros referentes. Alex rompió el silencio y me dijo, con alguna
intención que se me escapó en aquel momento: Lo que te he dicho es la verdad.
No tengo dónde ir. Estoy de vacaciones. Quiero decir que no me espera nadie y
por tanto me da igual. Lo único que quiero es alejarme de aquí. ¿Comprendes?, Sí,
claro. Por el tono de voz dejé entrever que no entendía nada, creo que porque
lo que me había dicho no era lo que quería escuchar. Como en otras ocasiones,
no fui consciente de que, en algunos casos, no son los hechos observados los
que me provocaban emociones que se van consolidando hasta crear sentimientos,
sino que son sentimientos de origen desconocido, los que me sugieren emociones
que despiertan abiertamente cuando encuentro hechos, datos, paisajes o
recuerdos con los que acoplarme, como un guante de seda en una fina y delgada
mano. Pero aquello era razonar. Mi intuición me decía que el muchacho me estaba
diciendo, llévame donde quieras. ¿Qué podía hacer? Si no pasaba algo
extraordinario, íbamos directos a mi casa donde se suponía que estaría Susana,
despierta aún, esperando. Incluso mi hija habría llegado. Me quedé balanceándome
sobre la duda que abría aquella frase de Alex. Tampoco podía ser tan
pretencioso de entender a un muchacho que aparentaba tener veinticinco años
menos que yo y que acababa de conocer. El hecho es que me ruboricé a causa de
las tres cosas; por su pretensión, por la diferencia de edad y por estar dudoso
sobre algo que parecía tan evidente. Recordé lo de un buen ataque y le
interrogué de forma absurda y supongo que paternal por el tono. ¿No tienes
padres? Apagó el cigarrillo y su mirada, primero de asombro y después burlona,
me confirmó que efectivamente me estaba poniendo nervioso, y lo que era o me
parecía peor, el muchacho se daba cuenta que estaba a punto de caer en el
ridículo más espantoso y a mis años, sobre todo si tratas con un hombre joven,
conjuntamente con el ridículo se suele ser también impertinente. Esperé, como
si me ahogase el tiempo, sus palabras. Me miró enfadado, como cuando de pequeño
mi madre me miraba riñéndome, después de haberme pillado en una travesura. Sí,
claro. Pero, ya sabes, me quieren para ellos, no a mí. ¿Entiendes? Estoy
cansado de ser quien soy, porque además casi siempre coincide con lo que
quieren que sea. ¿No crees que a mi edad ya debería querer ser de la manera que
a mí me guste, les guste a los demás o no?, Supongo que sí – le dije, y añadí-.
Te lo dije porque parece como si huyeras de algo o de alguien. Parece...No. De
nadie. Estaba con una amiga en el camping que hay unos kilómetros atrás. ¿Lo
conoces?-.Y siguió sin esperar la respuesta,- De repente, me di cuenta que ella
estaba enamorándose de mí y me he asustado. Solo eso. Supongo que me he comportado
como un guarro, pero.... Hoy me encuentro raro, muy raro. Ni yo mismo me
entiendo. No creas, la chavala es buena gente, como tantos buenos que sin darse
cuenta te fastidian. Yo con estas cosas no tengo problemas, ¿sabes?, pero no me
da la gana, si no estoy enamorado, atender solo a que me apetezca o no, cuando
ella cree otra cosa. ¿Cómo voy a pasarlo bien sabiendo que, sin querer, la
estoy engañando? No entiendo por qué las mujeres creen que con el reclamo del
sexo pueden conquistar a alguien aunque uno solo quiera pasarlo bien, sin estar
enamorado. Me gusta el sexo, sí, pero no me gusta engañar ni que me engañen.
Las mujeres son tan previsibles... Supongo que será porque son pasionales y no
hay nada más previsible que cómo nace y muere una pasión. Me extrañó tanta
palabra y en especial aquella última idea y le pregunte: ¿Y los hombre no? No.
Los hombres fantaseamos más; y ¿quién se atreve a saber cómo empieza y termina
una fantasía? Afirmando con la cabeza le di a entender que quedaba claro y que
participaba de su parecer. Subió los pies sobre la guantera y el cristal. No
pudo evitar, ni parecía que quisiera, que el
short dejase al descubierto, de forma exagerada, los muslos. No quise
reprimirme y miré por el rabillo del ojo, pero la carretera no era recta y no
quería más sorpresas aquella noche. Así que reprimí el morbo y seguí mirando al
frente, lo cual me obligó a fantasear sobre Alex y sus muslos, hasta que
avergonzado, como si me hubieran pillado robando un libro, recurriendo a que estaba
cerca el cruce por donde tenía que torcer para entrar hacia mi casa, intenté
serenarme y centrar la cuestión en lo que me pareció que debía. Tienes razón. Puede
que sean cosas de la edad, reflexioné con la mirada al frente. Mira, Alex- le
dije tratando de recoger el hilo-, en el próximo cruce tuerzo a la derecha. A
unos diez kilómetros tengo mi casa. ¿Comprendes? Vivo en una urbanización que
hay ahí cerca del mar. ¿Te dejo, pues, en el cruce y esperas a otro coche?, Oye,
no tengo dónde ir a esta hora de la noche. No me hagas eso... Lo que quiero es tan
solo llegar a la ciudad y allí ya me las arreglaré. Supongo que faltará todavía
un rato. Es que... ¿Quién va a pasar a esta hora? Anda, llévame. Se me abrieron
todas las dudas posibles y junto a cada una de ellas un camino por el que
seguir viviendo lo que quedaba de noche. Los fui descartando hasta quedarme con
la que me pareció que debía transitar un hombre de mi edad en una situación
como la que se abría en aquel momento y con un muchacho como Alex a mi lado. Me
pareció que el futuro había llegado y de golpe además. Todo imprevisto por mi
culpa pero naturalmente previsible, estaba a la puerta llamando y tuve la
intuición de que el punto final había ya traspasado la línea del presente. Sin
embargo no cerré todas las posibilidades porque no terminaba de tener claro por
cuál de ellas debería salir, y sin saber por qué, dejé varias puertas abiertas
para que fuese él quien apuntase una salida. ¿Qué quieres que haga, entonces? Alex
no titubeó ni por un momento. Me miró con una sonrisa abierta y sin doblez,
casi como si exigiera un derecho. Si no quieres acercarme a la ciudad, porque
se te hace tarde, llévame a tu casa a dormir, solo por esta noche. La propuesta
le salió con espontaneidad y tan natural, sin el menor asomo de zalamería. Lo
cual, obviamente me llenó de dudas porque sugería que su ofrecimiento no tenía
nada que ver con el clima que, me parecía a mí, se había establecido entre los
dos. Lo miré entre sorprendido y sonriente. De momento no supe qué responder.
Me quedé colgado y sin saber cómo dejarme caer. El hombre responsable que me
gustaba ser, acabó imponiendo sus criterios, como sucedía en la mayor parte de
las ocasiones que me planteaba la vida. Hasta tal extremo esto era así que
mucha gente llegaba a pensar que realmente era lo que parecía. En esta ocasión
lo tenía claro. ¿Cómo iba a presentarme en casa, en mitad de la noche, con un muchacho
desconocido y decirle a mi esposa: aquí estamos, venimos a dormir? Con el
sentido común por delante me resultó fácil encontrar la solución. No puedes
venir a mi casa a dormir. Estoy casado. Lo dije suavemente y como insinuando
que lo lamentaba. Como hay que soltar un no que intenta no herir, casi como si
fuera un sí. En caso contrario Alex podía haber entendido que rechazaba una
propuesta que siempre podría pensar que nunca hizo. Me quedé tenso a la espera.
Pero Alex que en aquel instante parecía que sólo pensaba en dormir en algún
sitio para seguir camino a la mañana siguiente, no quiso reflexionar más y
siguió en la línea de la propuesta inicial, si bien pretendió introducirse en
las contradicciones que empezaba a intuir que me paralizaban. Creo que por
diversión. Como un juego, sin medir las consecuencias, si las pudiera haber.
¿Es por ti o por tu esposa? Por aquellos años yo no era consciente de que, en
algunas circunstancias podía ser pusilánime, pero recuerdo que en pocos días,
varias personas, en situaciones muy dispares, me lo habían insinuado, por eso
fue como un golpe bajo, con las defensas bajadas y, de entrada, no entendía
nada y como tantas veces me sucedía cuando andaba perdido en un diálogo, hice
una pregunta para tomar tiempo, ver qué salía e intentar situarme en buena
posición. ¿Qué quieres decir?, pregunté dando un paso más en la línea que había
abierto y que empezaba a gustarme, Quiero decir -siguió Alex-, que si tienes
miedo de tu esposa, porque cuando me vea llegue a intuir algo que todavía no ha
pasado, o es que tienes miedo de mí. Pues mira: en tu casa o fuera de ella, no
puede pasar nada de lo que creo que estás pensando. ¿De qué hablas? pregunté
haciéndome el asombrado, aunque probablemente el no pensó en que me habían
sorprendido sus palabras, sino que no sabía por dónde salir, y aunque quería
parecer asombrado, en realidad debía tener cara de idiota. El hecho es que caí en
la cuenta de que estaba al borde de un precipicio y por un instante se me abrió
un paisaje nuevo, no esperado, que ahora me daba cuenta que existía, más bien
se me estaba desvelando. Ahora reconozco que por entonces no era precisamente
un adolescente incauto y virgen en este tipo de trances, pero también es cierto
que no te defiendes igual con cuarenta y pico años por medio que además los
llevas cargados a tus espaldas y apenas dejan asomar la valentía, fuerza y
sinceridad, que a los veinte se tienen. De lo que quieres que pase –insistió Alex.
Paré el coche en el arcén, me arrellané en el asiento, encendí un cigarrillo,
ladeé la cabeza, después de soltar la primera bocanada de humo y le dije,
tratando de que no se notase demasiado que estaba nervioso y manteniendo a la
vez de una pose excesivamente autosuficiente, casi como un susurro: Tú estás
loco, Otro error, me dijo agudizando los ojos, como queriendo penetrar más allá
de lo que mi cara mostraba, lo cual debió ser harto difícil pues ni yo mismo
sabía en aquel momento qué hacer ni cómo. Hacía mucho tiempo que no deseaba
algo tan fuerte y confuso y a la vez que desease disimularlo con tanta
delicadeza. Me agazapé sobre mí mismo y le dije, dispuesto a todo, ¿Ah sí? Tal
y como supuse Alex andaba también un tanto desorientado y recurrió a la típica
pregunta salvavidas, afirmando, Sí... Confundes a la persona que puede hacer
una locura con un loco. Lo dijo con un tono claramente de defensa, como
aceptando que, en última instancia, pasaría lo que yo quisiera y no parecía
desagradarle, pero me dejaba a mí en una posición, que aunque fuese la
habitual, al fin y al cabo era el mayor, pero me molestaba mucho que fuese tan
evidente. Deduje, pues, qué me había puesto en una actitud que no era habitual
en mí, aunque reconozco que en aquella ocasión no me molestaba el papel de ser
suavemente agresor. No era mi forma de iniciar una aproximación. Sabía que solo
sirve con algunas mujeres de carácter fuerte que solo encuentran placer en la
sumisión, pero no me parecía el caso de Alex. Me costaba sangre y sudor abrir
mi intimidad, mucho más que mi cuerpo y ya se sabe que para penetrar, en todos
los sentidos, a una persona, primero debes acariciar algunos de sus más íntimos
sentimientos. En mi caso sin embargo, una vez bajada la guardia y el recelo,
que era la función defensiva que cumplía mi timidez, una vez desnudo mi cuerpo,
desnudaba mis sentimientos y no tenía rincones donde no penetrase la luz de la
mirada amiga. En más de una ocasión, cuando era demasiado tarde ya, lo había
lamentado. Y no escarmentaba, supongo que porque no quería. A posteriori
reconocía que siempre me había salido bien. Algo me decía que a mi edad debía
ser más abierto y explorar cuantas posibilidades se me diesen sin pararme a
pensar demasiado en el futuro, futuro que cada vez lo veía con menos sentido si
éste no era como la prolongación de un presente que por ahora se me iba
presentando bien. Pero en numerosas ocasiones ni encontraba la forma adecuada
ni el momento justo. Hubo un silencio de los que se establecen sin previo pacto
ni aviso, parecido a una tregua que se da entre dos contrincantes por cansancio
mutuo y escaso interés en resultar vencedor, y que cada cual aprovecha para
hacer recuento de fuerzas e inspeccionar posiciones, sabiendo que habrá que
volver al ataque, o como cuando los artistas, en el entreacto descansan, fuman
y beben a la vez que repasan mentalmente, la entrada a escena con el siguiente
acto. ¿En serio crees que tengo ese concepto de ti?, Qué más da. La verdad es que
no creo que te interese demasiado mi vida. Así me dijo, y como era natural con
ese tipo de frases que resulta dificilísimo saber hacia dónde y mucho menos qué
pretenden, de nuevo busqué tiempo y algo que contestar, para que no diese la
impresión de que estaba desconcertado. Tampoco es que me importase demasiado lo
que pensase él. Terminaba de conocerlo y aunque reconocía que era hermoso y
todos los caminos estaban abiertos, o eso me parecía en un exceso de autoestima
o mejor dicho de vanidad, en realidad prefería seguir el juego sutil que creía
que estaba jugando. Para entonces creía que, sin haberlo hablado con él, las
reglas del juego ya estaban claras y me encontraba muy bien jugando. Avancé
posiciones, sin ánimo de avasallar. Sabía que pese a su juventud lo entendería
sin ofenderse. Bueno, sólo trataba de ser amable contigo y hablar de algo. Debió
ser la situación, la hora, un joven hermoso, los dos solos...Nunca imagine que
serías así. ¿Qué pretendes?, me dijo. Y añadió: Eres un hombre casado. En ese
momento, de no haber estado sentado supongo que me hubiese tambaleado y tendría
que haberme apoyado en algo sólido para no caer. El golpe había sido fuerte,
pero más aún que la contundencia, me afectó el tono casi como de condescendencia,
como si sentado varios metros por encima de mi cabeza, me viese pequeñito,
infantil y con una manifiesta predisposición a perdonar mi travesura y seguir
jugando. De repente encontré su flanco débil y le dije, Ya veo que tienes poca
imaginación. Me encontraba embarazado, lo sentía así, aunque creo que Alex no
lo percibía en toda su dimensión, afortunadamente. Lo que en un principio
parecía que iba a ser una línea recta estaba resultando muy quebrada y con numerosos
recovecos a los que atender y por los que me perdía de vez en cuando. Fue
entonces, medio perdido que entendí por qué él no parecía perderse y
difícilmente lo pillaba fuera de juego. Se trataba como si su sentido de la
orientación no tuviera un norte y en consecuencia su brújula siempre marcaba
hacia donde debía. Mientras tanto había perdido la noción del tiempo y el
entorno hasta que caí en la cuenta de cómo pasaba el tiempo al observar que el
sol, redondo, grande y blando, con destellos metálicos, estaba saliendo desde
el mar y la noche iba suavizando su oscuridad como una antesala del amanecer el
cual, por el reflejo en el mar que hace de espejo, lo suaviza hasta que, con
descaro y enrojecido por el esfuerzo, de entre las sombras van surgiendo paisajes
diversos. En los aledaños, los surcos de alguna esteva profunda hacían parecer
los campos como hojas rayadas preparadas para escribir los sueños de algún
aplicado agricultor en espera del fruto. Consciente de dónde estaba y con
quien, intenté penetrar por otro frente con otra pregunta de las que sirven
para cualquier situación y qué lógicamente apenas sirven para nada, salvo para
ganar, o perder tiempo. ¿No piensas nunca? ¿En qué?, me contestó pillado de
improviso. No sé. En cualquier cosa. En lo que haces, por ejemplo. No sirve de nada.
Cuanto más piensas peor. Además, te puede pasar como al ciempiés. Se puede
vivir sin pensar. Me di cuenta rápidamente que estaba dando tumbos sin saber
cómo continuar con el asedio, que era en aquel momento lo único que tenía
claro. ¿Como los animales?, remaché tratando de ser contundente. Sí. Como lo
que deberíamos ser más a menudo. Otra vez me quería noquear. Decidí hacer una
finta y salté la barrera de la cortesía intentando hacerlo desde una posición
de hombre sensato y razonable. ¿Habría olvidado que podía ser su padre? Oye,
por cierto- insistí- deberías bajar los pies. No es por nada, pero me gusta
tener el coche limpio y llevas las zapatillas sucias de barro. Había acertado y
se vio sorprendido con mi cambio brusco replegándose mediante una contestación
que lo ponía de nuevo en el papel inicial de chico autoestopista recogido en
una carretera solitaria en medio de la noche por un buen hombre al que no
conocía. Su contestación, afirmando implícitamente no ofrecía dudas. Perdona,
hombre. Estábamos a quinientos metros del cruce anunciado por mí y por el que
me tenía que desviar. Puse el coche en marcha, y lo aparqué casi de inmediato a
doscientos metros, en un pequeño descampado que había en el ángulo que formaba
la carretera por la que veníamos con la que debía coger para ir a mi casa. De
esta manera, Alex quedó con la puerta cerca de unos matorrales, yo en la misma
ralla de la carretera principal y el coche ligeramente inclinado hacia Alex.
Apague las luces de posición y el motor. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro
a Alex. ¿Quieres?, Sí. Espera. Mientras contestaba, Alex se puso de rodillas
sobre su asiento y por entre los apoyacabezas de los dos asientos delanteros,
rozándome, metió medio cuerpo hacia los de atrás, intentando llegar a la bolsa
de deporte que seguía allí, donde él la había puesto al principio. Mientras
hurgaba en la bolsa, buscando algo entre la ropa, volví a observar fijamente el
cuerpo arqueado del muchacho. En esta ocasión, me sorprendí mirando con deseo
su cuerpo esbelto. Fue un momento porque, sin ningún motivo, me dio la
impresión que alguien desde algún punto de la semioscuridad del amanecer nos
estaba observando atentamente. Pero no fue eso lo que me puso nervioso y
alterado, fue que estaba seguro que si hubiera alguien estaría adivinando mis
pensamientos. Recuerdo perfectamente que nada sucedió, pero en aquel momento
estaba convencido de que si hubiera habido alguien se habría acercado
recriminándome. Pero estaba lanzado. Quería terminar fuese cual fuese el
desenlace que me esperaba. Corrí mi asiento hacia atrás para ponerlo a la
altura del de Alex y como al descuido dejé la mano derecha sobre su pantorrilla
y la mantuve mientras el encontró lo que buscaba en la mochila. Cuando se sentó
mi mano seguía igual pero al cambiar de posición quedó tocando su muslo. Tenía
que notarla, estaba seguro, pero cuando me ofreció lo que había encontrado en
el macuto, una botella mediana de whisky medio vacía, me llegó todavía un S.O.S,
último aviso al que no hice caso. ¿Un trago?, me invitó envuelto en una sonrisa
amplia y fresca. Imposible de observar doblez, por más que intenté resistirme.
Toma un poco, anda. Por aquí no debe haber controles de alcoholemia- dijo, guiñándome
un ojo. Observé que me apetecía que las cosas tomaran las riendas sin consultarme.
¿Qué hacemos?, se me ocurrió decir mientras seguía con una mano en su muslo.
Bebí un sorbo en la espera, y se la ofrecí. De repente sin dar crédito a lo que
oía, me dijo, Podíamos quedarnos a dormir aquí en el coche. Total está
amaneciendo y me largaré con el primer vehículo que pase. ¿Te parece? Su
crueldad me pareció increíble y a punto estuve de decirle que se largara, hasta
que me fije en su sonrisa cargada de ironía y deseo y consideré que, por una
vez al menos, tenía derecho a violentarlo, y puede que si era lo que intuía,
todo saliese como debía. La verdad es que, en contra de lo que aquel día, en
aquel momento pensé que estaba dispuesto a hacer, tenía claro que estaba
derrotado, entregado y dispuesto a lo que Alex hubiera querido. Creo que en el
fondo, incluso hubiese aceptado llevarlo a mi casa y que hubiera pasado los
días de vacaciones que decía tener, allí conmigo y mi esposa. Una locura que
quedó en el aire. Quizá por eso, para mí Alex no fue, como pudiera parecer, una
aventura. En realidad, los hechos y nosotros como sujetos de los mismos, suelen
tener una significación visible, relativamente fácil de entender, pero por el
sustrato, a escasa distancia de la epidermis, aunque oculta, corre siempre hay una
alternativa que tienta y tienta y ofrece otra salida. De ahí que, incluso
cuando el tiempo viene a demostrar que estuvo bien la decisión que tomamos,
queda siempre un interrogante colgado de qué hubiese sucedido con otra decisión
posible. Vano intento, después, de saber qué hubiera pasado. Supongo que este
mecanismo mental es el principal responsable de que nunca seamos totalmente
felices. La memoria, en ocasiones, tal casquivana siempre, incluso nos hace dudar
respecto a si tomamos la decisión que creemos o fue otra. Al final me quedé
inmóvil. Tenía la impresión de que tiraban de mis brazos dos percherones, uno
de cada brazo en sentido contrario y que en cualquier momento si uno de los dos
no cedía, podían rajarme por la mitad. Mientras bebía me había puesto de lado
en el límite interior del asiento, subí la mano derecha que seguía en el muslo
de Alex, y serenándome di un paso más. Le cogí la cabeza por la nuca, la
acerque hacia mí y conseguí besarlo. Tal vez no podía pasar más que lo que
pasó, el hecho fue que el deseo derribó las pocas defensas que todavía se
mantenían en pié, de manera que Alex se ladeó un poco, nos besamos de nuevo,
con recelo al principio, temerosos quizá de hasta dónde podíamos llegar. Con
ansia después seguimos besándonos. Alex fue bajando por mi pecho hasta llegar a
la bragueta, mordiendo con suavidad y aspirando profundamente, momento que
aproveché para abatir mi asiento hacia atrás y abrir un poco las piernas. Solo
fue un momento, porque su habilidad hizo que no tuviera necesidad de preocuparme,
de manera que le agradecí sus mimos acariciándole la cabeza, cuando el ritmo de
Alex lo hacía posible, porque elevaba su posición para mirarme. Cuando noté por
su excitación que con su otra mano estaba cerca de provocarse una convulsión,
intenté y conseguí que llegásemos al éxtasis los dos a la vez y recordé el
verso: Si no me quieres
comer, rózame al menos con tu lengua hasta que mire al cielo de frente. Después
de unos largos minutos de silencio, me pareció que ninguno de los dos sabía qué
hacer o decir. Parecía como si luego de aquella explosión de suave lujuria
estuviera peregrinando por su asombrada y relajada mirada y solo me atreví a
acariciar los contornos de sus mejillas encendidas y me extrañó, dada su
juventud, que en su frente hubiera podido leer un rótulo impreciso, grafiado con
una extraña lengua que dijese; no puedo más. Como si me reprendiese acusándome
de buscar un hombre cuando sabía que él era un niño cruel, burlón y sin ningún
miedo a la indecencia de morir. Me abroché el pantalón, encendí un cigarrillo y
pensé que la brisa del mar estaba a nuestro alcance. ¿Quieres que bajemos del
coche?, le dije. Alex intentó contestar, pero su voz quedó ahogada por el
chirriar de un coche que frenó de manera brusca en mitad de la carretera
principal. Bajó un joven de unos veintitantos años, vestido de esport, que se
acercó a mi ventanilla. Recuperé el control de mis manos y enderecé la posición
de mi cuerpo y pude oír, como en un sueño. Oigan, para la ciudad, ¿voy bien,
recto? Alex, presuroso como despertándose de un sueño, preguntó antes de que
pudiese yo decir nada: ¿Vas a la ciudad?, Sí. Eso intento, llegar- contesto el conductor.
¿Me llevas? La oscuridad de la noche había desaparecido y un nuevo día se
anunciaba con todo lujo de detalles. Presentí el desenlace y quise retener la
fragancia de su sonrisa, los titubeos de sus ojos y los trazos de sus caricias.
Pero fue en vano. Alex se volvió a mirarme, como agradecido no sé de qué. Me
cogió con ambas manos la cara, y me miró a los ojos. Se acercó despacio y me
dio un beso largo. Recogió la bolsa de deporte, que casi no pudo pasar por
entre los asientos y bajando él y la bolsa, me dijo. !Gracias y suerte¡ Ya
fuera del coche, después de rodearlo y antes de subir al que iba a llevarlo a
la ciudad, me saludo con la mano extendida. Prendido de su mirada no tuve
tiempo de mirar su esbelto cuerpo ni su andar de felino, sereno y satisfecho
pero sabía que su sonrisa era tan ancha que había cubierto mi infancia, mi
juventud y aun mi futuro. Tal vez por eso su silueta se me quedo un poco
borrosa. Arranqué el coche, encendí un cigarrillo, conecte la radio y habían
terminado la cantata de Telemann. Ahora era el adagio del concierto para oboe
de Marcello el que sonaba. Pero no quise
ponerme sentimental porque un futuro perfectamente previsto y secuenciado me
esperaba, y seguí conduciendo. Faltaba poco para llegar. A Alex no lo he vuelto
a ver, pero he tenido diversas explicaciones del significado de aquel extraño encuentro,
según pasaban los días y los meses. Durante las siguientes semanas, al
despertarme por las mañanas y ponerme delante del espejo para afeitarme y
acicalarme mi cara, llegaba a la conclusión de que, necesariamente había sido
un sueño. Posteriormente, viajando por ciudades y pueblos, me pareció verlo por
la calle, en un bar, en el tren, hasta que llegué a la conclusión de que debía
haber miles y miles de muchachos como Alex, con cuerpos igualmente atractivos,
con sus mismos ojos, sus mismos cabellos castaños hasta media espalda y con la
misma sonrisa. Incluso con la misma ropa y, aunque no me atreví preguntar a
ninguno, llamándose también Alex. Ahora, en la medida de lo posible, mantengo
varias versiones y según mi estado de ánimo, recuerdo una u otra, todas de
manera agradable. Almorzando un día con una compañera del despacho, comenté el
parecido, aunque no de qué lo conocía, y me aclaró que son clones de un modelo
diseñado por la moda globalizada. Pero no me hizo dudar, estoy seguro de que
todo lo que recuerdo pasó, al menos eso era lo que mi memoria, cuidadosamente,
guardó y no sé por qué, durante tanto tiempo, se me aparecía mezclado con mi
fantasía. Creo que aquel día, sin preverlo, caminé huyendo hacia un futuro tan
confuso como todo porvenir, quizá buscando mi pasado y tropecé con Alex y puede que ambos mutásemos
o tal vez dimos la vuelta y nos vimos la cara oculta.
Por eso digo que
sí; Alex existió.
Do you realize there's a 12 word sentence you can communicate to your partner... that will induce deep emotions of love and impulsive appeal to you buried inside his chest?
ResponderEliminarBecause deep inside these 12 words is a "secret signal" that fuels a man's instinct to love, look after and guard you with all his heart...
====> 12 Words Who Trigger A Man's Desire Impulse
This instinct is so hardwired into a man's genetics that it will drive him to work harder than before to love and admire you.
Matter-of-fact, fueling this mighty instinct is absolutely mandatory to having the best ever relationship with your man that the instance you send your man one of the "Secret Signals"...
...You'll instantly notice him expose his soul and heart to you in such a way he's never expressed before and he will see you as the only woman in the world who has ever truly attracted him.