domingo



NATHALIE.
José Garés Crespo
-I-

Supongo que algo tuvo que ver la hora. El caso es que eran cerca de las once de la noche de un día laborable y encontré aparcamiento con facilidad. Pero, ya se sabe, nada es perfecto y pese a que llovía al salir de casa, se me olvidó el paraguas, de manera que, aunque el club estaba a tan solo doscientos metros de donde aparqué, la lluvia tuvo tiempo de mojarme suavemente.
Aquella noche me encontraba solo. Mi esposa había tenido que viajar a la capital y no volvería hasta el día siguiente. Hacía tiempo que las ausencias, de uno y también del otro, funcionaban como un bálsamo para quien se quedaba en el hogar familiar. Aburrido y cansado, tratando de perder tiempo para que me venciese el sueño, salí a tomar una copa sin saber a dónde ir. Recordé que hacía tiempo que quería visitar un bar-club donde solían tocar algunas bandas y que, según me habían dicho, tenía un ambiente agradable, un tanto bohemio y con gente joven.
Aquel fue el escenario de mi reencuentro con Julio, después de no verlo durante varios años. Inicialmente fue un motivo de alegría que me hizo recordar momentos vividos y casi olvidados. Podría considerarse que, sin haber sido lo que se dice amigos, tal vez por la diferencia de edad, tuvimos una relación suficiente para conocerlo bien, o eso creía. Puede que realmente lo conociese y se me olvidó con el tiempo, quién sabe.  Se diría que somos tantos como situaciones vivimos, aunque alguna característica trascienda desde los genes y permanezca más allá de las secuencias del día a día.
Lo encontré inmerso en ese estado vaporoso, confuso y sentimental que provoca que nuestra mente de vueltas y más vueltas, como una noria, ensanchándose aquéllas hasta casi diluirse en la nada y de repente se estrechan y se revuelven sobre su origen hasta casi agobiarte. Me confesó que cuando se encontraba así, procuraba visitar aquel club, que si bien no tenía nada que ver con El Minton's Playhouse de Harlem,  era el único que había en la ciudad con un ambiente apropiado para emborracharse sintiéndose acompañado, aunque no siempre fuese por alguien conocido. Era, probablemente, el único tugurio adecuado. Después de saludarnos con un abrazo, pedir un Jack Daniels y saborearlo, Julio pareció ausentarse quedándose abstraído mientras sonaba un solo de batería que duró cerca de dos minutos. Julio no volvió a la realidad hasta que volvió con fuerza el contrabajo, en un intento por sugerir una melodía propia que fue suavemente tomando cuerpo y expandiéndose, igual que si de dos melodías se tratase, empastadas una en la otra y sueltas al mismo tiempo. Pude observar cómo Julio y sus extremidades, sin apenas moverse, se integraban definitivamente al centro melódico de la pieza con la incorporación de la trompeta que, limpia y avasalladora, fue llenando todos los rincones del salón, arrinconando y dejando en el lugar que les correspondía a la batería y al contrabajo. Julio, que intentaba marcar el compás con el pie derecho, paralelamente al ritmo que marcaba la batería, se deslizó, planeando sobre la realidad, hasta dejar el vaso sobre la mesa despertando y regalándome una sonrisa. Recordé que, en algunas ocasiones, tenía una extraña manera de mirar, arrugando el entrecejo y observándote por debajo de las pestañas.
El club estaba medio vacío. Tenía las paredes enmoquetadas con una tela azul oscuro que no supe por qué, pero me recordaba los interiores de la habitación del chalet de mí prima. Tuve la impresión de que Julio no volvía a la realidad en un sentido estricto, que sería lo mismo que decir que mantenía en activo toda su historia; pensé que lo más probable era que en aquellos momentos le fuese imposible soportar tanta carga. Me refiero a la última realidad, minúscula como todos los últimos episodios de la vida o la historia, según se quiera ver, aquella que, según supe después, desde hacia unas semanas le ocupaba mentalmente, de día y de noche, hasta inundar y casi hacer desaparecer el resto de su vida. Era increíble, cómo en un momento, un tema que pudiera parecer baladí en otra circunstancia de su vida, tomaba fuerza, se hinchaba y se expandía cubriendo el resto de sus experiencias vitales, todo lentamente, como esas mareas que hinchan el mar y van inundando la playa y sorprende los cuerpos tendidos sobre la arena. Me confesó que sus recuerdos y aún los planes de futuro que tenia, aparecían envueltos en medio de una nube que creciendo hasta tapar por completo el sol, transformando un día que podía  ser radiante y alegre en indefinido y opaco. En rigor, nadie hubiera podido prever un suceso de tales características, sobre todo teniendo en cuenta la peculiar manera de ser de Julio. Y no tanto por cómo solía comportarse en su vida cotidiana, que era de lo más normal, entendiendo por normal aquello que se deja organizar de acuerdo con las normas que en un momento dado rigen donde quiera que nos ha tocado vivir, sino porque en el fondo, esas normas, más aún en su caso concreto, le venían ajustadas como un guante, eran imperceptibles, sin tener apenas ni una sola contradicción que resolver. Tanto era así que cabría pensar que Julio era un producto perfecto de las normas, que era un perfecto prototipo, un paradigma exacto. O que era él quien generaba las normas. Cualquiera podría pensar que para él existían como existe la ley de la gravedad, o la evolución de las especies. De hecho, en más de una ocasión me comentó que él era sus normas hasta el punto de que sin ellas apenas tendría puntos de referencia para pensarse y componer su perfil. Me vino a la cabeza  la frase de Baudrillard con la que señala que sin contexto no hay significado; sin orientación, sin totalidad, sin marco de referencia,  de forma que la historia no existe y nos movemos en un espacio sin horizonte.

-II-

A mí me parece – me dijo Julio, muy serio, perdida la mirada y apurando el tercer whisky- que todos somos un manojo de normas. Incluso tú, que, sin que nunca lo digas, presumes de no sujetarte a las modas, de no perder nunca el autocontrol. Vamos a ver, querido amigo, ¿qué es eso de que una persona no pierda el control, sino que está fuertemente sujeto a lo que, según las normas, en cada caso toca hacer? Y digo esto no únicamente en referencia a las normas que voy asimilando, o que me van introduciendo mediante las mil y una manera que hay durante la vida de cada cual, que no solo en los años de la infancia y aprendizaje. No es eso, amigo, no. Va mucho más allá en el tiempo. Lo que digo es que también nos vamos conformando en un ejercicio dialéctico de interacción mediante el que nosotros mismos nos conformamos unas normas y que a la vez éstas nos van marcando hasta el punto que llegamos a una situación que es, supongo, estoy seguro, la que me encuentro, que no las notamos como normas impuestas, porque de hecho no lo son, nadie nos las han impuesto, como se impone un horario, las hemos hecho nosotros a la vez y conjuntamente a conforme nos íbamos haciendo como somos –y respiró hondo antes de sorber de nuevo el whisky ante el peligro de ahogarse por falta de aire .
En ese momento me di cuenta que su mirada se había quedado sujeta a los andares de la camarera, pero no parecía que fuera por su linda cara ni por las largas piernas que salían triunfantes de la minifalda. Deduje, al mirar su vaso vacío, que se trataba de que se le secaba la boca. Comprendí perfectamente y en un arranque de solidaridad levanté la mano, moviéndola como suelen hacer los reyes saludando a sus súbditos, con tan buena suerte que tropecé con la mirada de la muchacha que con un movimiento de sus ojos me dio a entender que sabía lo que iba a pedirle y lo que me callaba por inconveniente, preguntando no obstante:
-Sí... ¿qué desea?
-Otra ronda, por favor.
El servicio fue instantáneo porque llevaba la botella de Jack Daniels sobre la bandeja. Tuve mala suerte porque apenas pude hablar nada más con ella, aunque tengo la impresión que quedó bastante claro para ambos lo que cada uno deseaba del otro, pero Julio tomó de nuevo el hilo de su monólogo y continuó sin piedad.
Tanto es así – siguió diciendo, mientras sorbía el whisky- que algunos nuevos filósofos hay que dan la vuelta a aquello de “si no lo veo no lo creo”, para afirmar que “si no lo creo no lo veo”.  El colmo de subjetivismo. ¿Dónde vamos a parar, eh? Eso lo note de forma transparente y total cuando me enamoré de Nathalie, en realidad una adolescente diríamos, a medio hacer, y a su lado en la intimidad más desnuda, me refiero, claro, no a la sexualidad, por supuesto, aunque también, me refiero a cómo mediante el amor nos hicimos, sobre todo ella, transparentes y cómo su cabecita para mí era igual que un cristal puro, delicado, frágil. Creía en ella y podía ver con nitidez y exactitud todo lo que pasaba por sus circuitos neuronales y cómo poco a poco aparecía e iba configurándose la idea que hacía que cerrase los ojos y moviese los labios dejándolos caer sobre mi pene, sobre mi boca. Es un decir claro, por poner un ejemplo simple y aclararme. ¿Me entiendes no? Justamente en esos momentos observaba cómo se iba configurando lo que decimos manera de ser, personalidad, comportamiento, no sé.... Desde luego, nada que ver con lo que algunos cursis llaman su identidad. Joder qué lio ¿eh? Por seguir con otro ejemplo, el beso. Ahora hace tiempo que no sé de ella; bueno, tampoco tanto, pero para mí es mucho, tres días. Me gustaría volverla a ver y aunque supongo que habrá perdido el hábito de besarme cada vez que me veía, me gustaría poder comprobar si, aunque haya cambiado el hombre al que besa, el beso es el mismo, es decir si besa igual que se enseñó, según me dijo, durante aquellos meses que fuimos amantes de forma habitual. Yo supongo que sí. Y lo digo porque en una ocasión me comentó, con un poco de vergüenza, es cierto, lo que no entiendo por qué, que se estaba enamorando de otro. Conociéndola, creo que en realidad lo que le sucedía era algo tan sencillo como que al besar a otro hombre la reacción química de su saliva con la del otro era distinta a la que se producía cuando era mi lengua la que se introducía en su adolescente boca, tan sensual, dulce y virgen. ¿Te quieres creer que cada vez que hacíamos el amor tenía la impresión de que era la primera vez? No creo que sea traicionarla si te digo que me confesó que le sucedía con cualquiera. Era necesariamente, lo nuevo, la aventura, el morbo de lo desconocido, de un nuevo experimento que se repetía una y otra vez, siempre nuevo. ¡Qué mujer, eh? Y fíjate, ¿sabré yo, con lo que he vivido, de estas cosas? Pues la verdad es que no supe qué decirle, me pilló absolutamente desarmado, tal vez porque entonces todavía tenía confundido lo que es el hábito, de lo que es el contexto en que se produce. Debería haberme parado a analizar con más serenidad y rigor, hacer que abriese los ojos y me mirase, cuando, un día, me dijo o puede que me insinuó, no recuerdo bien, que estaba enamorada de otro, pero ya ves, era justo en el momento en que orgasmaba en mis brazos, y lo más extraño, con una leve sonrisa en la cara que, inevitablemente me recordó el cuadro de la virgen de Murillo. ¿Te lo puedes creer? Por cierto, ¿no te parece una gilipollez que porque la tengas metida en una mujer ésta te diga que ahora sois dos en uno? O sea, que todo yo soy algo tan extraño y ajeno a mí a veces y tan pequeño como un pene. Joder, dónde hemos llegado, ¿no? En esa situación, si no quería parecer un desalmado, tenía que decirle algo que pudiera interpretarse como que asentía a lo que ella pensaba, aunque yo no estuviera de acuerdo, que no me comprometiese demasiado, pero no lo dije, sencillamente seguí acariciándola hasta que las convulsiones terminaron y se quedo medio dormida en mis brazos. Era lo que tocaba, ¿no?.

-III-

 Creo que me estoy enamorando –me repitió Nathalie al día siguiente al despertar, mientras le preparaba el desayuno-, pero estoy muy confusa, y es que, ¿cómo puedo enamorarme de otro hombre y sin embargo y al mismo tiempo saber que estoy enamorada de ti? He llegado a pensar que no debe ser lo mismo saber que estar. Esa sería una solución que me quitaría muchos problemas de la cabeza, porque la verdad, ando hecha un lío. Tal vez debería experimentar con un tercer amante para comprobar si realmente lo que me pasa es que me gustan los hombres y confundo el sexo con el amor, o si, por el contrarío, solo me gustan dos hombres, lo que también es un problema, pero menor que el otro, supongo. Aunque vete a saber...A mí nunca me había pasado. Pero esto es otra cosa muy distinta. Lo bien cierto es que todos los sentimientos y emociones que tú me despiertas los siento distintos pero muy parecidos con él. Pero eso no debería ser motivo de preocupación, que es por lo que, en el fondo, te lo cuento. Al fin y al cabo si soy feliz y vosotros también deberíais serlo, puesto que decís ambos que lo que de verdad queréis es hacerme feliz, no habría que buscar la solución. Si no hay problema no hay solución. Pero no era esto, en realidad lo que quería contarte es que él es muy bronco y putero y me dice que soy su fulana. A mi... ¿Te imaginas? Pero, bueno, hasta ahí vale, sería su forma de hablar y demás, lo que no entiendo y me preocupa, es por qué me gusta que me llame así. En realidad no es que me preocupe, digamos que es curiosidad por conocerme yo. Supongo que todos nos sentimos bien cuando, desde fuera de una misma, te dicen algo de ti que coincide con lo que piensas. ¿A ti no te pasa? He llegado a pensar, para aclararme, que la vida de cualquiera es cómo una larga película que no es más que la sucesión de secuencias. Pero claro, y ahí tienes otro problema, si alguien ve de mí una secuencia de las miles que ya forman parte de mi película, lo normal es que diga que soy lo que en aquella secuencia parezco. A partir de ahí, para que veas lo complicada que soy, a veces, se me ocurren dos cosas; una, que resulta difícil catalogar a nadie hasta que la película no acabe, quizá por eso acepto todo y me da igual que cada cual sea lo que quiera, pero la otra, que me tiene alucinada porque no me la imaginaba, es que cuando me dice que soy una fulana es, o debe ser porque me comporto como una fulana en la cama, que es prácticamente en el único sitio donde me conoce a fondo. Digo yo si será esto. Recuerdo que mi abuela decía que una mujer debe ser una señora en la calle y una puta en la cama. ¿Tú crees que cuando voy por la calle se me nota excesivamente que también soy una puta? Y ya digo, no es que me moleste, casi me gusta, me da mucho morbo y a la vez me asusta. ¿Te imaginas que un día me dejase llevar por estas ideas, yo que cuando me dieron el primer beso no supe qué hacer con su lengua dentro de mi boca?, aunque no sé si son ideas, arrebatos, o sandeces...no sé, pero vaya, la verdad es que no me conozco, ni me reconozco cuando estoy más normal. Quiero decir cuando pienso igual que cualquiera de mis amigas, o puede que yo las veo así porque me encanta poder ser una más, esconderme entre ellas. La verdad es que estoy harta de soportar debates sobre si amor o sexo, amor con sexo... ¿No te da la impresión de que estamos atrapados por aquello de si son galgos o son podencos? Pero no creas, yo soy de la opinión de que el roce hace el cariño. ¿Cómo se puede follar cinco, diez veces o más con la misma persona y no tenerle cariño? Yo creo que es imposible, de ahí que los tíos que huyen del compromiso saltan de una a otra, con lo fácil que es, si te encariñas de varios, mantenerlos; a fin de cuentas, no te quepa duda, todos un día, tal como llegan se van. ¿Y cómo mantenerlos sino es siendo una puta fina? ¿Lo entiendes? En alguna ocasión me viene a la cabeza que quizá lo que pasa es que tenemos una concepción diferente respecto a lo que es una fulana, eso suele pasar. Por cierto, ¿te imaginas que mi madre supiera de estas cosas que te cuento? No me imagino a mi madre en alguna de nuestras travesuras. Oye, ¿estarás de acuerdo que tú eres el inductor de todas, incluida aquella en la que, a instancias tuyas, nos conocimos los tres? Ahora en serio: ¿De verdad no sabías que manteníamos relaciones él y yo? Es increíble que no te dieses cuenta. Supongo que no es agradable llevar cuernos, pero reconocerás que ni tú mismo te dabas cuenta. Y no lo eran, creo yo. Pero estarás de acuerdo en que te di pistas para que al menos pudieras comportarte. Quería que lo supieras sin decírtelo yo. La verdad es que no sé muy bien si lo hacía por ti o por mí. Quiero decir que me pone mucho. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cómo iba a estar tan desenvuelta y apasionada, con todo lo que hicimos, si  él hubiese sido realmente un extraño aquella noche tal y como tú me lo presentaste? ¿En serio no te distes cuenta que los dos nos conocíamos íntimamente y que no era la primera vez que me lo follaba? A veces no te entiendo, tan suspicaz ante cualquier detalle que se escapa de lo normal, y tan torpe en conocer a las mujeres y nuestro comportamiento. No sé si a las mujeres, así en general, pero desde luego de mi no tienes ni idea. Vaya mierda...Al menos Matías discute conmigo, me contradice. Hasta se enfada si no le doy la razón. ¿No notaste la última vez la mala cara que tenía y que no me quiso besar? Era que habíamos discutido. ¿Cómo puede ser así, tan crío? Fíjate que el sábado, al salir del cine, sin venir a cuento, empieza a hablar y me dice, ya sabes cómo es Matías, ¿no, Julio?, pero no creas, como si le hubiese pedido una explicación de no sé qué. Todavía estaba sentándome en el rincón del bar al que entramos a tomarnos una copa, cuando, como un torrente empezó a decirme:

-IV-

Siempre has tenido a gala considerar que no te sientes obligada por ningún deber de confesión, ya no conmigo, que me da igual, te conozco más de lo que crees, y no sé, no entiendo, por qué en numerosas ocasiones tomas a Julio como confesor, sabiendo, porque lo sabes, que en general está en desacuerdo con tu manera de comportarte y con lo que haces. ¿O no te das cuenta por qué Julio calla a todo y te deja hablar, como aceptando y admitiendo que pudieras estar loca? Y no es, claro está, que lo que habláis sea algo excesivamente alarmante para una mujer como tú, lo sé, pero me siento desplazado. Por cierto, quería confesarte algo que me dejó asombrado la noche que me pasó, y aún no entiendo bien a qué se debe: He tenido un sueño erótico con tu madre. ¿Qué te parece? Supongo que te extrañará. Pero ten en cuenta que estoy, o vamos a dejarlo en que podría estar, a caballo de las dos. ¿Tú crees que ella se dejaría galantear? Es preciosa. Tendría gracia, ¿eh? Casado con tu madre y amante de su hija. Por cierto, sería un buen partido. Sería tu padrastro y el suegro de Julio. ¿Sabes?, sé que al final terminarás casada con Julio. No me preguntes por qué lo sé ni me lo niegues, sencillamente lo sé y tú también, lo sabemos los dos. Pero bueno, lo de tu madre es broma, aunque es verdad que soñé con ella y visto en frío no me parece una locura. Pero lo tuyo con Julio, no lo entiendo. A no ser que, como se suele decir, de quien estás enamorada es de mí y tienes reparo en decirme ciertas cosas, y Julio es el amigo íntimo, con el que nunca formarás pareja, pero que por lo mismo es al que te abres y le cuentas todo. Es curioso, pasan los siglos y seguís igual las mujeres. ¿Tú no notas que últimamente Julio está un poco extraño? Parece mentira, con lo intuitiva que eres y lo pronto que percibes un cambio de actitud en cualquiera... Parece que estuviera molesto de nuestra amistad, quiero decir no de la nuestra, la de nosotros dos, sino de la de los tres. Supongo que no os lleváis algo entre manos que se refiera a mí, que no me extrañaría; tú siempre tan dispuesta a secundarle en sus ocurrencias, con lo mal que te trata. ¿Te imaginas lo que hubiese pasado si aquella noche que te dejó prácticamente tirada en el apartamento de tu amiga, con la de mentiras que tuviste que ingeniar para conseguirlo, y que al final tuve que ir yo para hacerte compañía, que hubiese sido al contrario? Vale, nos lo pasamos genial, además tú estabas salida, pero sin embargo, y eso es lo que no entiendo, cuando al día siguiente nos vimos los tres, apenas le dijiste que habías estado esperándole toda la noche y que se había comportado como un mierda. ¿Tal vez para no contarle que la habíamos pasamos juntos tú y yo? Ese tipo de detalles son los que me llevan a pensar que algo hay entre vosotros dos que no alcanzo a saber y que tú deberías contarme.

-V-

Julio tomó un descanso, tragó el último sorbo de whisky y mientras encendía otro cigarrillo aproveché para intentar cortar, iniciando los preámbulos de la despedida.  Empezaba a agobiarme y no me molesté en tratar de decir algo coherente con sus palabras, que seguramente era lo que él esperaba. Me limité a acompañarle moviendo la cabeza afirmativamente de vez en cuando y levantando las cejas, supongo que haciendo cara de extrañado. No por lo que decía de Nathalie y Matias, a quienes no conocía. Tampoco porque Nathalie le fuese infiel, lo cual dada la extraña relación que al parecer mantenían los tres era, como mínimo, una broma, más bien una incongruencia. Desde luego, aunque sus confesiones parecía que me invitaban a ello, no se me ocurrió contarle mi vida que nos hubiera llevado el resto de la noche. No estábamos en condiciones, ninguno de los dos, después de varios whiskys, de dilucidar de qué hablamos cuando lo hacemos de temas tan poliédricos como la infidelidad o las relaciones entre amigos, amantes o lo que fuese. Supuse que no lo sabía pero ni siquiera le dije que estaba casado. Lo que sí quedaba claro o me parecía a mí, es que ninguno de ellos tres estaba siendo infiel a los otros dos. Lo que me molestaba era que todo lo que me contaba lo decía tan en serio que llegaba a parecer trascendente y, sobre todo por no haberme dado cuenta, en la larga hora que llevábamos sentados en el club, de los mundos tan distantes que, después de unos años sin vernos, vivíamos cada cual.  ¿Dónde había ido a parar tanta intimidad y tanto como habíamos hablado sobre el amor y el sexo años atrás? No estaba yo en condiciones de que me afectara lo que me decía y estaba seguro que tampoco era esa su intención. Me molestaba especialmente la actitud de Julio, cuando yo sabía, perfectamente, que era incapaz de decidir en cualquier situación compleja, a poco que ésta le exigiese una cierta violencia, psicológica me refiero. Estas reflexiones, el breve descanso que se tomó Julio y que el trío terminase de tocar lo que parecía la última variación sobre un tema de John Coltrane, me animó a despedirme, no sin antes pagar a la preciosa muchacha con la que había cruzado algunas miradas y sonrisas de complicidad y disculpa por tener que atender a mi amigo Julio, y darle a éste un abrazo por el reencuentro, quedando para llamarnos otro día y presentarme a Nathalie y Matías. A la camarera no pude más que dejarle una tarjeta con mi teléfono, encima de la bandeja con los cinco euros de propina y que me dijese que se llamaba, como me temía, Mar.

-VI-

A los pocos días me llamó Julio y volvimos a quedar, pero esta vez en una terraza a treinta metros de la playa. Me presentó a Martín, y a los diez minutos de estar hablando con ellos dos, llegó Nathalie, agitada y eufórica, y sin apenas dejar tiempo a que Julio me presentara, empezó a contar que al fin podrían irse los tres a vivir a un apartamento en la capital. Cuando, extrañado, Matías le pregunto que cómo era eso, Nathalie contestó, con toda naturalidad, que mediante un trueque sexual que había concertado con el dueño del apartamento, al cual había conocido por internet. No tenía los ojos verdes, ni los pechos grandes, aunque emparedados por la blusa blanca amenazaban con hacer saltar por los aires los pequeños botones azules, del mismo color que el ribete que orillaba el cuello y las mangas cortas, la melena, no muy larga, era castaña, tampoco era muy alta. Nada especial llamaba la atención. Sin embargo, nunca supe por qué, en el mismo instante que la vi aquel día por primera vez, supe que tardaría en olvidarla, como así ha sido.
En aquel momento se acercó a la mesa un viejo con una mugrienta chaqueta, un pantalón a juego de color difuso, una camisa que debió ser blanca un día y una espectacular corbata arrugada que me recordó un cuadro de Mondrián, y alargó la mano por toda señal y saludo. Julio, mientras Martín y Nathalie seguían hablando, empezó a maniobrar en sus bolsillos buscando pero yo había encontrado un billete de cinco euros y se lo di al viejo. Me hizo una ligera inclinación de cabeza como muestra de agradecimiento y se marchó caminando con la dignidad del que ha cobrado una deuda.
Simultáneamente yo había hecho esa primera valoración que solemos hacer para adecuar nuestro comportamiento al entorno, a la manera del animal que ve aparecer en su espacio a otros y por supervivencia evalúa con rapidez sus supuestas intenciones y la capacidad agresiva de los mismos, tratando de encontrar la mejor posición. Tuve la impresión, que los hechos confirmaron posteriormente, que eran tres íntimos en cualquiera de los múltiples sentidos que se pueda dar de la intimidad. El escaneado que les hice me convenció que, en tanto que grupo, nada grave tenía que temer pero que no me podía fiar y dejé de lado mis prevenciones. Eran tres ejemplares inofensivos, con alguna variante personal, de un mismo prototipo de jóvenes kitsch. Todavía hoy no sabría cómo definir lo que sentí en aquella laberíntica situación. Pero he de confesar que me producía vértigo la velocidad de sus vidas, el caminar por la superficie de los movimientos y el común denominador que, igual que una bandera ondeaban, para conseguir con el mínimo esfuerzo el máximo placer. Vértigo y atracción, lo confieso. Los tres cumplían este principio, si bien es cierto que de muy distinta manera. Por otro lado, pude observar que eran un baluarte que resistía las embestidas de la comunicación y las cascadas de información que monótonamente les resbalaban a diario, lo cual me habrían negado radicalmente. La única esperanza que se vislumbraba era la que se desprendía de la distinta ternura con que cada uno de los tres pronunciaba una misma palabra. Aunque una ligera impresión pudiera sugerir que tenían un fuerte parecido, una reflexión sosegada delataba suaves diferencias, eso sí, todas ellas cubiertas y envueltas en un papel de celofán que perfectamente podría haber llevado impreso la leyenda horaciana del Carpe diem. Entregados a la tiranía de la seducción, necesariamente efímera, para ellos las necesidades eran o se transformaban en superficiales, pero en ambos casos, inmediatas y los deseos inestables y precarios. Se me ocurrió pensar que los tres cumplían perfectamente las condiciones básicas de una época que, según adelantó Einstein, tiene como característica la perfección de medios y la confusión de fines. Y sin saber cómo, lo acepté.



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